Tren al paraíso

29 de enero de 1996

Amiga Dulce: Como sabes, nací el tres del tres de mil novecientos sesenta y tres, y, aunque no quiero ser pájaro de mal agüero, a veces me pregunto si todos esos treses no perjudicarán mi vida. Ya salió a relucir mi pesimismo. Con lo fácil que sería pisar mis problemas como hace el mayador con las manzanas para exprimirles ese jugo que, fermentado, se convierte en la diurética sidra que escanciada en los lagares y merenderos sirve para alegrar a jóvenes y viejos. Pero yo no soy como la sidra: no sé alegrar a nadie; más bien entristezco a todo el mundo. Para colmo, voy a cumplir treinta y tres años (de nuevo me persiguen los treses para hacerme la vida imposible). Pensarás que soy un paranoico. Eres libre de hacerlo, pero sólo te pido que comprendas mi postura, que te pongas en mi lugar. Ya sabes que no me resulta fácil luchar contra los malditos pensamientos que me invaden a cada dos por tres (¿ves?, de nuevo sale a relucir ese maldito número). Es como si mi subconsciente se quisiera vengar de mí. Ayúdame a encontrar un remedio contra esta tortura que me envuelve en la agonía que me impide sobrevivir. Y digo sobrevivir, porque estoy que no vivo. ¡Ayúdame Dulce!, tú eres mi único consuelo. Sin ti, mi vida sería la amargura, la desazón, la desesperación, la locura de vivir en un mundo del que desearía apearme.


No, no temas, ahora ya conozco el rostro de la muerte: han sido tres veces las que me he salvado por los pelos (¡vaya con el numerito!). Está claro que el condenado no me deja ni a sol ni a sombra; nunca mejor dicho, porque la cárcel es el lugar más sombrío que te puedas echar a la cara: cuando entras buscas el sol para resarcirte, quizás porque sabes que, tras abandonar los muros de la cárcel, su sombra te perseguirá de por vida.

Dulce, tú no te cansas de decirme que la vida es hermosa, que merece la pena vivirla, pero yo jamás dejaré de responderte que tu mundo es diferente al mío: tú vives en una pecera donde los peces de colores son tus aliados, pero yo pertenezco a ese grupo de personas que son echadas a los tiburones sin que nadie pida cuentas por ello; así que no me vengas con cantinelas, que no me convencerás.

Por hoy nada más. Espero no haberte molestado. Chao.

 

7 de febrero de 1996

Amiga Dulce: Hoy he decidido comenzar mi carta narrándote con detalle uno de mis flirteos con la muerte: sucedió hace dos años, cuando acababa de salir de la cárcel de Daroca, tras diez penosos meses de cautiverio. Mi hermana, que vive en Zaragoza, se había comprometido a acogerme en su casa hasta que saliera adelante, pero a la hora de la verdad sólo salieron excusas de sus labios: que si su marido no la dejaba, que si les podía dar mal ejemplo a los niños, que si esto, que si lo otro. Mi hermana era toda mi familia. Sin pensármelo dos veces, me dirigí hacia la vía férrea. Mi mente volaba a la velocidad del rayo; no podía darle marcha atrás. Me tendí sobre los rieles a esperar la muerte. Mi cabeza era un hervidero de recuerdos donde las escenas de mi vida se sucedían como en un filme a cámara rápida. Allí estaba la primera paliza que recibí de mi padre durante la infancia, mi primer día de clase, mi primer amor (una chica bellísima de dieciséis años), mi primer atraco (me cogieron in fraganti), mi primer juicio, mi primer día encarcelado, mi primer día en libertad… No sé el tiempo que transcurrió, sólo te puedo decir que el tren que me tenía que atropellar frenó a unos cien metros de mí.

Como verás, no tengo suerte ni para dejar esta vida. Quería morir, y ni eso fui capaz de conseguir; me siento un inútil. Pero no acaba aquí la historia: dos empleados del ferrocarril me condujeron a las oficinas de la estación para convencerme de que me viera un médico. Yo me negué en redondo, pues no creo en los psiquiatras.

Ya que estaba en la estación, eché mano de mis ahorros para pagarme un billete con destino a Asturias. ¿A qué no sabías que soy asturiano?. Pues verás, aunque mi nombre sea francés, mi madre era asturiana, y todos los años veníamos desde París a veranear a la casa que mis abuelos tenían en Luarca. Yo soy asturiano por casualidad: durante el verano del sesenta y dos, mi madre se quedó embarazada y, debido a una paliza que le dio mi padre, se le presentaron algunas complicaciones que le impidieron regresar a París. Yo nací a principios de marzo y, según me contó mi madre, estuvimos en Luarca hasta después del verano.


De los veranos en Asturias guardo muy buenos recuerdos: por las mañanas, cuando el tiempo lo permitía, me iba con mis primos a la playa; por la tarde, solíamos jugar a las canicas, a la peonza, al fútbol y a la rana que tenían mis abuelos en el jardín; después de cenar, mi abuela me contaba cuentos de xanas que vivían en las fuentes, decuélebres, de curuxas. ¡Qué tiempos aquellos!.

Jamás olvidaré los retornos a París: yo no quería irme, pero cuando aparecía mi padre, con su cara de ogro, me despedía rápidamente de mis abuelos, de mis tíos y de mis primos y salía corriendo hacia mi madre, que siempre me acogía amorosamente. Todos los años se repetía la misma historia: tras subir al tren, un nudo me atenazaba la garganta y deseaba llorar, pero enfrente de mí estaba mi padre para decirme que los niños no debían llorar si querían ser hombres de provecho. Yo miraba hacia la ventanilla intentando contener las lágrimas, pero cuando no lo conseguía, mi padre se abalanzaba sobre mí para zarandearme hasta hacerme daño.

Dulce, me he enrollado un poco, pero pienso que lo necesitaba. Gracias por escucharme aunque sea a través de una carta. Hasta la próxima.

 

14 de febrero de 1996

Amiga Dulce: Hoy es el día de San Valentín. No es que esté enamorado, pero para mí es un día muy especial porque me trae recuerdos de un gran amor que ya se fue: se llamaba Marie y la conocí en Montmartre, el típico barrio parisino. Sus ojos color de miel, su aterciopelada piel, su melena acastañada rozándole la cintura, su sonrisa de cine, su contagiosa alegría y una amalgama de cualidades que le daban un aire de reina, lograron enamorarme locamente. Nuestro romance fue muy bonito; quizás demasiado. Ahora sé que los cuentos de hadas sólo existen en nuestra imaginación, pero entonces me limitaba a vivir disfrutando de los maravillosos momentos que el destino me había regalado. Mi amor por ella se llegó a convertir en patológico. Cuando no estaba a su lado, me sentía morir, llegando incluso a sentir celos de las personas que la rodeaban. Luego, las vacaciones de verano nos separaron. El viaje hacia Luarca resultó ser el más amargo de mi vida. La mayor parte del trayecto me hice el dormido para no tener que hablar. Cuando abría los ojos, los fijaba en la ventanilla del tren, pero mi mirada interior estaba posada sobre Marie.

Al regresar a París, me enteré de la desgracia: Marie y sus padres habían muerto en un accidente de tren cuando regresaban de sus vacaciones en Alemania. El impacto que me causó la noticia fue brutal. Según me dijeron después, me quedé amnésico durante unas horas. Tras reponerme, me fui a casa. Serían las diez de la noche. Me abrió la puerta mi padre, supongo que para alardear de sus exabruptos y, sin mediar palabra, me dio una somanta de campeonato. Al día siguiente, recogí algunas cosas y me fui de casa para toparme con la calle, las drogas, los robos, la cárcel y vuelta a empezar.

Dulce, mi vida es un auténtico culebrón. Espero que no sufras demasiado. Hasta pronto.

 

22 de febrero de 1996

Amiga Dulce: No sé si te merecerá la pena perder tu precioso tiempo conmigo. Quizás haya alguna persona que te necesite más que yo.


 

Hoy estoy con la moral por los suelos: acabo de enterarme que me han denegado el permiso de salida que esperaba desde hace tiempo. Además, este sitio es tan surrealista que me resulta imposible estar bien. Con tanta chusma a mi alrededor impidiéndome ser yo mismo, ¿cómo quieres que esté?.

¿Qué cómo vine a parar aquí? Pues verás: como ya te dije en otra carta, tras vencer a la muerte en Zaragoza, me dio la venada de venirme a Asturias para recordar viejos tiempos. Hacía trece años que no pisaba tierra asturiana y lo primero que hice fue irme a Luarca. La casa que había sido de mis abuelos seguía en pie, aunque ahora parecía un chalé gracias a los arreglos. Mi hermana la había vendido tras la desgraciada muerte de mis abuelos y de mis padres al ser arrollado el coche en el que viajaban por un tren de mercancías. De allí viajé a Gijón, donde tenía algunos contactos que, como supondrás, no eran trigo limpio. Me ofrecieron participar en un atraco y, movido por la necesidad de pelas, acepté. El atraco fue abortado por varios agentes de paisano tras recibir la policía el chivatazo. Nos acusaron de atraco a mano armada y aquí me tienes pagando por un delito fallido del que me llevé de recuerdo dos balazos que me dejaron baldado.

Dulce, he llegado a la conclusión de que mi vida, aparte de estar rodeada de fatales treses, también depende de los trenes, porque necesitaba amor y el tren me lo arrebató; busqué la muerte y el tren me la negó; tomé un tren con destino a Asturias, para intentar apagar mis instintos suicidas evocando mi niñez, y me encontré con este infierno que sólo sirve para abrasar el alma.

Cuando estoy a punto de cumplir treinta y tres años, sé a pie juntillas que el tren de mi vida jamás se detendrá en el paraíso. Adiós Dulce.

 
Desde Gijón
 
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A quien madruga, Dios le ayuda.

A Dios rogando y con el mazo dando.

No por mucho madrugar, amanece más temprano.

A mal tiempo, buena cara.

Nunca llueve a gusto de todos.

Año de nieves, año de bienes.

Para qué quiero mis bienes, si no remedio mis males.

No te acostarás sin saber una cosa mas.

Mal de muchos, consuelo de tontos.

La suerte de la fea, la bonita la desea.

La mujer y la manzana tiene que ser asturiana.

A todo gochín le llega su sanmartín.

 
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