Los hijos del cielo

Había asesinado a su mujer y se llamaba Gilberto. Era un hombre elegante y culto que apenas abría la boca. A su compañero Pedro le fastidiaba que a diario cogiera la Biblia y se enfrascara en su lectura hasta que apagaban las luces. 

-¿Qué mosca le habrá picado para estar tan apegado a ese libro? -se preguntaba Pedro-. ¿Será que los remordimientos no le dejan vivir?

Los remordimientos quizás le hicieran la puñeta de vez en cuando, pero Gilberto leía aquel libro porque en él hallaba sabiduría y paz y, además, le despertaba la imaginación.   

-¿Crees en los ángeles, Pedro? -preguntó Gilberto sin alzar la vista de la Biblia.

-¿Por quién me has tomado, macho? 

-Oye, si te he ofendido, discúlpame.


-No he pisado una iglesia desde mi Primera Comunión y como comprenderás… 

-Pues existen.

-¿Los ángeles?, ¿los de Charlie o los de EE.UU.?, ja, ja, ja.

-Hablo en serio, Pedro. 

-Tú no estás bien de la chola -espetó Pedro girando el índice en la sien.

-Aunque la cárcel pueda ser nefasta para la salud psíquica, aún conservo la cordura.

-Tío, ten cuidado con esa obsesión por la Biblia, que ya ves como acabó don Quijote tras leer libros de caballerías.

-¡Buenas noches! -se despidió Gilberto.

-¡Duerme con los angelitos! -se mofó Pedro.

Gilberto enmudeció y, haciendo caso omiso a Pedro, abrió la Biblia a voleo. Sus ojos se toparon con un párrafo del profeta Isaías: 

...He aquí a mi Siervo, a quien sostengo yo; mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él…

Pensó unos minutos en las palabras de Isaías y cayó rendido en los brazos de Morfeo. 

Su inconsciente se centró en los recuerdos del día: la pelea en el patio entre un homosexual y su chulo, las salchichas sanguinolentas de la comida, las palabras soeces de algunos presos, la clase de informática, pero sobre todo su mente se volcó en la conversación que había mantenido con Pedro. Los ángeles, aquellos seres que le tenían absorbido el seso desde que se había topado con ellos dos días después de la muerte de su esposa, le habían transmitido la paz que necesitaba para sobrevivir en un lugar tan infrahumano como aquél.

Gilberto despertó antes de que encendieran las luces. Una calma exquisita cubría su ser, sus ojos brillaban de gozo, sus manos parecían flotar en el aire. Miró alrededor desorientado, pero al oír los ronquidos de Pedro supo que estaba en la cárcel, en aquel antro de mil demonios que le desgarraba el alma sin compasión. 

Tras encender las luces, Pedro abrió los ojos y se desperezó con cara de satisfacción. 

-¡Buenos días! -saludó Gilberto mientras se anudaba la corbata.


-Por primera vez desde que estoy aquí puedo decir lo mismo. Me siento muy feliz. Quizá me esté volviendo loco, pero he soñado con unos seres extraños que me hablaban sin palabras y me tranquilizaban sobre mi situación penitenciaria. Fuesen ángeles o espíritus, o producto de mi mente, lo cierto es que jamás había sentido tanta dicha en mi interior -le confesó Pedro a Gilberto.

-Ya te dije que existían. Que se presenten en sueños o durante la vigilia es lo de menos; lo importante es saber que están a nuestro lado para lo bueno y para lo malo -agregó Gilberto. 

-Resultaría chistoso que un pasota como yo acabase creyendo en los ángeles y en Dios -sentenció Pedro desternillándose de risa. 

-Antes de ingresar en prisión, yo era un hombre a quien sólo le interesaba acumular dinero y alternar en círculos de alto nivel. Un hombre vacío, al fin y al cabo, que se vanagloriaba de su poderío económico y cultural. Ahora he aprendido a buscar la riqueza que hay en mi interior y a valorar cosas tan sencillas como el trino de los pájaros, la sonrisa de una persona o el valor de la vida -dijo Gilberto emocionado. 

-Pues si que has cambiado.

-Pedro, a veces pienso que era necesario que ocurriera la desgracia de mi esposa para que yo rompiera con los esquemas del mundo y regresara a mis orígenes, a ese espacio que todos ocultamos en nuestro interior y que las prisas, la ambición, las apariencias, la soberbia van mermando hasta aniquilarlo por completo; ese espacio maravilloso que podemos preservar o recuperar simplemente viviendo según nuestras convicciones naturales. 

-Oye, hablas como un filósofo, pero quizás tengas razón porque yo he dado con mis huesos en la cárcel por dejarme llevar por los demás. Fumé canutos, me metí heroína, robé coches, falsifiqué recetas médicas siempre influenciado por los esquemas de mis colegas. 

-Uno se convierte en un títere cuando renuncia a las instrucciones de su interior para hacer aquello que otros esperan de él. Y cuando se da cuenta del error, suele ser demasiado tarde para dar marcha atrás. 

-Ahora comprendo lo de tu mujer. El día que me dijeron que la habías matado, no me lo creí. 

-Nada es lo que parece. Mi esposa era una mujer modosa, refinada, buena madre, prudente. Un día la vi entrar en un hotel con un desconocido y se me heló la sangre. No quise aceptar la evidencia y preferí engañarme. El alcohol fue mi desahogo hasta que un conocido me dijo que se había encontrado con mi esposa en un hotel de las afueras y que iba acompañada por un joven rubio. 

-¡Ea! ¡Menuda pelandusca! -exclamó Pedro.

-Algo no encajaba. ¿Rubio? Pero si el que yo vi con ella era moreno y de mediana edad. Comencé a darle vueltas a la cabeza y por poco pierdo el juicio al comprender que mi bella esposa era una hombreriega. ¡Y luego critican a los hombres! Compré un revólver, la seguí y, cuando salía del hotel con uno de sus amantes le pegué varios tiros. Me miró con cara de sorpresa y de rabia antes de desvanecerse sobre la acera. En el fondo, la maté porque me estaba convirtiendo en el hazmerreír de mi entorno. 



-Yo, aquí donde me ves, jamás he matado una mosca ni llevado un arma encima  -aclaró Pedro. Como siempre, los pringados a joderse. 

-¿Y de qué me sirve ser un ejecutivo de prestigio?

-Por lo menos has vivido de puta madre. 

-Ya, pero he acabado en el mismo sitio que tú que has tenido menos oportunidades que yo. En vano y por nada he echado a perder mi vida. Creo que me arrepentiré mientras viva, si se le puede llamar vida a este infierno. 

-Tus ángeles te ayudarán a alcanzar el cielo.

-A algo hay que agarrarse, Pedro. Si no fuera por esa fe, ya me habría suicidado.

-Tú si que eres inteligente, Gilberto.

-Tú también, Pedro. Hace tiempo que me he dado cuenta de ello. Y también eres un buen chaval.

Entre el desahogo con Pedro, la clase de informática, la visita a la biblioteca y los paseos por el patio, Gilberto se acostó bastante cansado. Tomó la Biblia y la leyó un rato antes de posarla sobre la mesilla. Después dio las buenas noches a Pedro y se arropó hasta la cabeza. 

Pedro se desveló y miró hacia la Biblia. Se levantó con sigilo y la cogió. No sabía por dónde empezar, así que la abrió por una de las marcas que tenía puesta Gilberto y leyó parte de un Salmo: 

...Soy como hombre que no oye, y en cuya boca no hay respuesta. Porque es en ti, Yavé, en quien confío, y tú, Señor, Dios mío, serás quien responda…

Al día siguiente, Pedro se levantó más contento que unas Pascuas.

-¿Qué, los ángeles? -preguntó Gilberto.

-¡Vaya pasada, tío! No sabía que la Biblia fuera tan enriquecedora. 

-¿Crees que un ejecutivo como yo se molestaría en leerla si trajera bobadas?

-Jamás he leído frases tan hermosas. Parecen poemas inspirados por los ángeles.

-¿Has dicho los ángeles?



-Sí, porque sólo los ángeles pueden transmitir tanta sabiduría. 

Gilberto y Pedro quedaron paralizados al ver a dos hombres en la celda, dos hombres que habían aparecido de repente y que hablaban un extraño lenguaje que ni Gilberto ni Pedro habían oído en su vida, pero que ambos comprendían. 

Uno de ellos dijo:

-Hermanos, os damos la enhorabuena por vuestros logros en la tierra, porque ni nosotros, siendo ángeles, hemos avanzado tanto en nuestra vida. Desde hoy os nombramos hijos predilectos del cielo.

Se produjo una vibración en la celda y Gilberto y Pedro aparecieron al otro lado de los muros. Se miraron con complicidad y caminaron con parsimonia hacia la libertad de ser ellos mismos. En la celda, dos hombres con el físico de Gilberto y Pedro se atormentaban por los errores cometidos.

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