Ternura encarcelada

Los niños se agacharon para ver al bebé que dormía sobre el césped del parque. Una manta de borreguillo cubría el cuerpecito, dejando a la intemperie un rostro moreno semejante al de los africanos. Las redondeadas mejillas y la prominencia de la frente, le daban un aire mongoloide que despertaba compasión.

-Creo que es subnormal, sentenció un pequeñuelo pecoso de mirada aguamarina.

-¿Qué hacemos con él?, preguntó al más alto.

-¡Ya lo tengo!, le llevaremos a la vieja cuadra, contestó el pelirrojo de ojuelos vivarachos.

-¿No sería mejor avisar a la policía?, se oyó la voz del pecoso.

-¡Chissstt…, que alguien se acerca!, dijo en voz baja el más alto al tiempo que ponía el dedo índice en los labios. 



Los niños formaron un corro en torno al bebé: el hombre se les quedó mirando, pero pasó de largo. Cuando le hubieron perdido de vista, el más alto cogió al bebé en brazos y todos se encaminaron hacia la cuadra abandonada, donde le prepararon una cuna a base de paja y hojas. Al posar al bebé en el pajar, éste abrió los ojos como platos para comenzar a emberrincharse. Todos querían acariciar a aquel niñito que había llegado como caído del cielo. Se sentían mayores descubriendo la ternura que anidaba en sus almas y que ahora estaban derrochando con una criatura desvalida.

El pelirrojo salió afuera, aunque volvió en seguida con una botella de plástico llena de leche.

-Supuse que tendría hambre, dijo.

Peluda, su vaca predilecta, se había portado muy bien al dejarse ordeñar sin rechistar. Acostumbrada a la ordeñadora eléctrica, no hubiera sido de extrañar que, al rozarle las ubres con sus manos, se le hubiese resistido. Pero no,Peluda era una todoterreno.

Tras tragarse toda la leche, el bebé cerró sus ojitos y se introdujo en el mundo de los sueños en un santiamén. Los niños le contemplaron embobados antes de irse.

La luz vespertina de aquel veinticuatro de diciembre fue dándole paso a una noche despoblada de estrellas, donde además la niebla cubría el valle con su aureola fantasmagórica y desprendía minúsculas gotas que se adherían a la ropa, empapándola sin contemplaciones. Los niños conocían el camino como la palma de la mano. Guiados por un sexto sentido, llegaron al pueblo calados hasta los huesos. La cena de Nochebuena les esperaba con toda la parafernalia de esas fechas.

Feliciano Sánchez se despertó mirando a su alrededor con aquellos ojos vivarachos que, a pesar de tantos sinsabores, aún le chispeaban. Una sonrisa vertical se dibujó en la comisura de sus labios mientras se desperezaba. Allí no había ningún bebé a quien poderle dar la ternura que sentía en su interior. Un vacío interior se apoderó de su alma dejándolo desarmado.


De un salto, abandonó la litera y se fue hacia la ventana cubierta de barrotes, la misma que le permitía dejar libre, de cuando en cuando, su imaginación. Afuera, el paisaje era totalmente blanco. Entonces recordó que la Navidad había llegado un año más para amargarle unos días que, aunque se los intentaran edulcorar a base de turrón y langostinos racionados como los incluidos en el menú de la noche anterior, jamás recuperaría por muchos cumpleaños que celebrase. Porque Feliciano Sánchez, desde que estaba preso -de eso hacía un lustro- cada dieciocho de noviembre le encargaba al recadero una tarta con dos velas: una representaba los delitos cometidos y la otra los sufrimientos. Como un ritual hecho a su medida, siempre las apagaba soplándolas con el ímpetu de la desesperación.

Feliciano Sánchez regresó a su litera, se tumbó y cerró los ojos. Deseaba relajarse para mezclarse con los sueños, pero la ansiedad se adueñó de su pecho con una fuerza sobrehumana que le condujo a la impotencia de querer y no poder. Sus dedos se enredaron, haciendo bucles, en la pelirroja cabellera que tanto había manoseado en su niñez antes de dormirse.

Feliciano Sánchez, a quien los golpes de la vida le habían curtido el alma a grandes zancadas, lloraba ahora tendido en la litera de una celda esperando el regreso de un bebé que sólo tenía vida en el mundo de los sueños. 

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