Al pobre pajarillo le habían impedido volar. Él, que siempre había vivido libre como el viento, ahora se veía enjaulado.
Desde el día en que había sido apresado, había dejado de emitir aquel canto maravilloso que salía de su interior.
El pájaro, que hasta entonces había amado la vida, ahora se sentía más muerto que vivo. Su esperanza de alcanzar la libertad se había desvanecido, pues, aunque un día le permitieran salir de aquella prisión, sabía que ya no podría volar porque sus alas ya estaban cortadas.
Él, que, debido a su fortaleza y hermosura, había sido considerado el rey de los demás pájaros, en cautividad se sentía débil y humillado. La soledad no le gustaba, pero debía resignarse, ya que sería su fiel compañera mientras estuviera allí.
Su tristeza aumentaba, día a día y su llanto, apenas perceptible, era estremecedor, pero nadie se apiadaba de él. Los guardianes de la jaula se habían vuelto insensibles al dolor del pájaro. No querían ver ni oír; tal vez para no sufrir.
El día que le abrieron la jaula, el pájaro que había soñado tantas veces con ese momento, tuvo miedo, pues se sentía incapaz de enfrentarse al mundo. Su libertad física había llegado, pero en su interior quedaban las secuelas de tanto sufrimiento, amargura y desesperación. Por eso, aunque estuviera fuera de la jaula, el pobre pájaro sabía que, sin la ayuda de un pájaro amigo, jamás podría reemprender el vuelo. |