Los muros de hormigón

Cada puerta que atravesaba y que se iba cerrando a sus espaldas, le volvía a la realidad. El chirriar de las puertas metálicas, abriéndose y cerrándose por control remoto, le recordaba que, si todo iba bien, no vería la calle hasta un año después. El ensordecedor ruido le retumbaba en los oídos; le molestaba más que la música machacona que tanto odiaba y que algunas veces había tragado. 

Caminó, guiado por los guardias, durante unos diez minutos. Los laberínticos pasillos se asemejaban a un callejón donde encontrar la salida se podía convertir en una pesadilla. Ahora se escuchaban hasta los sonidos del silencio; sólo los pasos de sus guardianes y los suyos rompían el sepulcral momento.

Al otro lado de los muros no se oía ni el canto de un pájaro. El hormigón era tan repelente, que las aves se alejaban para dar su concierto matinal; tal vez intuyeran que adentro se custodiaba la libertad de unos hombres y mujeres a quienes la ley les había cortado las alas. 

Siguió caminando por los fríos pasillos que rodeaban el fangoso campo de fútbol y, antes de cruzar la última puerta de la zona semiabierta, abrió sus pulmones para absorber la última bocanada del aire fresco y puro de la mañana. Jamás, hasta entonces, había apreciado tanto la brisa del viento que ahora surcaba su cara. Su pelo, moviéndose al son del viento, le hacía sentirse vivo.



Entró en el módulo que le acogería mientras estuviera entre rejas. Miró a su alrededor: el pasillo que se veía al fondo le anunciaba que para llegar al chabolo tendría que seguir caminando por varios pasillos, con sus respectivas puertas y cerrojos; sólo de pensar en el ruido que producirían, ya se sentía atormentado. No estaba seguro de poder soportar por enésima vez el chirriar de las puertas que minutos antes le habían taladrado los oídos.

Su mente estaba tan absorta que no oyó la voz del boqui que le llamaba para que pasase a fichar. Uno de los guardias que le había acompañado durante todo el trayecto le dio una palmada en el hombro. Como un sonámbulo, se dirigió a la cabina de control. La frialdad del funcionario que le recibió era un anticipo del ambiente que le rodearía durante doce meses.

Camino de la celda, los pasillos, puertas y cerrojos se convirtieron en una obsesión que se apoderaba de sí mismo. Le preocupaba que le ocurriera esto antes de tomar contacto con el talego. Si no podía soportar el ruido de las puertas y cerrojos, ¡cuánto más le costaría adaptarse a las normas del maco!

Tras varias horas en la celda, aún seguía viva en su mente la imagen del carcelero que le había chapado, de aquel hombre que ahora era el guardián de su libertad. 
 


La luz de la luna, entrando por el ventanuco, hacía de la celda un lugar lóbrego. Las rejas, aumentadas por la sombra reflejada en la pared, transformaban la celda en una gran jaula. Se vio insignificante, como ese pájaro enjaulado que percibe como sus alas van perdiendo fuerza y su canto se va apagando lentamente. Esos pensamientos se agolpaban en su cerebro, machacándole el alma. No quería acabar como el pájaro de la jaula, pero quizá se tuviera que conformar con seguir sus pasos, pues tras haber perdido la libertad física, corría el riesgo de perder la libertad de ser él mismo, de querer y no poder. 

Los incontables pasillos y las pesadas puertas, con sus machacones cerrojos, que tanto le habían agobiado horas antes, no tenían comparación con la opresión que ahora sentía en su pecho y que le impedía respirar. El sufrimiento quemaba sus venas como el fuego que arrasa el bosque despiadadamente; y, aunque las lágrimas no resbalasen por sus mejillas, su alma se estremecía de dolor a cada pensamiento que brotaba de su mente.

Ignoraba si podría soportar durante un año ese pesado yugo, aunque su fuero interno le decía que tendría que conseguirlo, ya que de otra manera sería como ese pájaro desplumado y silencioso que jamás podría reemprender el vuelo.

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