¿Dónde estás, libertad?

La madre de Liberto Seisdedos murió reventada tras parirle el veinte de marzo de mil novecientos sesenta; al padre jamás tuvo el gusto de conocerlo.

Durante la infancia, Liberto Seisdedos se dedicó a hacer turismo de orfanato en orfanato. Las monjas no podían con aquel niño pelirrojo de ojuelos vivarachos a quien tan pronto le daba por arropar lagartijas en las literas de sus compañeros, como por ser el gallito de la inclusa, como por responder con tacos a sus redentoras.

Un mes después de cumplir once años, Liberto Seisdedos fue conducido a un reformatorio donde, según palabras de sor Andarica, le corregirían su conducta para convertirle en un hombre de provecho.

Liberto Seisdedos no llevaba ni una semana en el nuevo centro cuando recibió en su carne una de las muestras del método correctivo que le había vaticinado sor Andarica. El dolor que sintió en su espalda fue una menudencia comparado con el odio que se arraigó en su alma de niño malhadado.

Los tres años que vivió envuelto en aquella pesadilla de golpes, insultos, torturas, humillaciones y encierros en un cuarto de cuatro metros cuadrados, curtieron la mente de Liberto Seisdedos a la velocidad del rayo. Ya no lloraba bajo las sábanas como las primeras noches en que desahogaba la rabia contenida durante el día para que no se le corroyera el alma. Ahora la retenía con todas sus fuerzas a la espera de poder liberarla cuando saliera del agujero que le asfixiaba sin compasión.



La madrugada del veinticinco de diciembre del setenta y cuatro, Liberto Seisdedos tomó las de Villadiego descolgándose por las sábanas anudadas de su litera. Había elegido ese día porque no aguantaba ni un minuto más toda aquella miseria e hipocresía que solían derrochar durante esas fechas los guardianes de su libertad, los mismos que el resto del año no dudaban en descargar los malhumores y tensiones en su carne infantil, ensañándose contra él hasta amoratarle el alma.

Mientras en los hogares se iluminaban los abetos hasta la copa y los niños soñaban con los regalos que les traería el barbudo de las nieves en su trineo volador, Liberto Seisdedos corría contra el viento hacia la ansiada libertad. Además, el relente de aquella noche despoblada de estrellas, que hacía tiritar al más cebado de los mortales, le garabateaba la piel sin compasión. Si no le hubieran socorrido aquellos dos gitanillos que regresaban a sus chabolas cargados con las ambrosías ganadas con el esfuerzo de su labia, sólo Dios sabría de su paradero. 

Liberto Seisdedos yació, con un pie en este mundo y con el otro en el más allá, en un camastro de borra que le preparó Casilda, la viuda de un hojalatero bebedor y pendenciero que le había dejado ocho retoños que eran su vivo retrato. La tía Casilda, como le llamaban sus comadres, tenía un corazón que no le cabía en el pecho y un coraje que contrastaba con su grácil figura. Toda una vida de calamidades, le había ido sumando agallas sin restarle sentimientos. Por eso, al ver a Liberto Seisdedos congelado, casi cadavérico, le hizo un hueco en la chabola que mantenía como los chorros del oro. "Donde cabemos nueve, cabremos diez", le dijo a una gitana entrometida y marimandona.


Durante los tres días que Liberto Seisdedos se debatió entre la vida y la muerte, algunas gitanas viejas se turnaron para cuidarle con mimo: la presencia del niño revivió en ellas el instinto maternal que la menopausia les había mermado años atrás.

Al cabo de una semana, a Liberto Seisdedos se le arrugó el corazón al despedirse de aquellas viejecitas que lloriqueaban por su marcha pero, sobre todo, se le partió el alma al besar a la tía Casilda, aquella mujer de ojos negros cargados de sufrimiento.

En mil novecientos ochenta y dos me enteré por una Asistente Social que Liberto Seisdedos -el adolescente que yo había conocido seis años atrás en un bar de Cimadevilla- estaba preso. 

Un mes después conseguí comunicar con él haciéndome pasar por su novia. En un cuartucho de mala muerte, Liberto Seisdedos me contó, entre sollozos, el relato de un hombre a quien no quería parecerse porque le recordaba demasiado a sí mismo.
 


Me fui de la cárcel con el alma partida en dos, pero continué mi vida hasta que un día de agosto del ochenta y cinco, una noticia en el periódico local me puso la piel de gallina: Liberto Seisdedos se había despedido de este mundo gracias a una sobredosis de heroína.

He decidido narrar este hecho en homenaje a Liberto Seisdedos, un joven que halló la libertad tras descolgarse de la vida.


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