Aquel año no iba a ser diferente. Como cada víspera de Nochebuena, los miembros de la Asociación de Ayuda a Presas cruzamos el umbral del módulo femenino de aquella cárcel que estaba en el quinto pino.
En el recinto que llamaban salón de actos habría alrededor de cien mujeres divididas en varios grupos. Algunas sonreían, a otras se les veía en las nubes y las menos nos miraban de refilón. No sé ni cómo ni por qué, pero me fijé en una que permanecía arrinconada y que estaba más seria que un zapato. Aquella cara de pánfila, pero marcada por las huellas del dolor, me sonaba aunque no supiese de qué.

Algunas bailoteaban al son del grupo salsero que tocaría durante dos horas sin cobrar ni un duro. Yo me mezclé con las bailongas para animar más el cotarro, pero la mujer más seria que un zapato no movía ni las pestañas.
La fiesta se iba animando gracias a las chicas de entre dieciocho y veinticinco años. Las que rondaban los cuarenta preferían charlar con sus colegas y las tres o cuatro que superaban los sesenta miraban embobadas a las caderas y cinturas de las jóvenes bailarinas.

Tras cesar de menearme, me acerqué al grupo de las cuarentonas, que me invitaron a sentarme. Estuve charlando con ellas hasta que llamaron a recuento.
Supe, por una de aquellas presas, que la mujer más seria que un zapato era Dolores Sánchez, la persona de quien tanto había hablado la prensa meses atrás por haber tirado a sus hijos por un acantilado. |