El hombre que vivía en el tubo de la muerte, estaba sentando en el suelo. Su rostro se había metamorfoseado. Aunque joven aún, las huellas de aquella vida-muerte le surcaban la piel hondamente. Sus ojos eran la sombra de su maltrecha alma. Tenía el cuerpo musculoso, pero envejecido. La angustia de vivir y no poder demostrarlo, le iba consumiendo lentamente. El pantalón que vestía no parecía de su talla, pues si un día le había quedado ceñido, ahora le sobraba demasiado. Su aspecto, en general, era triste y desaliñado.
El único rayo de sol que asomaba por el ventanuco, no era suficiente para devolverle el color moreno que un día había tenido su tez. Las venosas manos, temblorosas y sudorosas, le delataban. No podía aguantar más. Necesita con urgencia un chute.
El hombre, desde que había atravesado la puerta del infierno, ya sabía cual sería su destino, pero prefería no pensar, aunque era muy difícil tener lasesera en reposo, pues allí no tenía otra solución que ejercitar lo único que era realmente suyo.

Su mirada estaba ida. Era inexpresiva. De sus labios salían palabras entrecortadas e ininteligibles. La locura había hecho acto de presencia.
La estancia en tan tétrico lugar estaba acelerando la muerte del ser que carecía de nombre, porque dentro de aquel submundo, los vivos se convertían en muertos sin identidad.
El hombre, que había sido uno de los tíos más kiesdel talego, se había convertido en una piltrafa.
Cuando el boqui abrió la puerta del tubo, se encontró con un pelele que pateaba en el aire con la lengua hinchada, atascándole la boca, y con los ojos fuera de las órbitas.
El destino del hombre se había cumplido. Por fin había encontrado la libertad que no había hallado en el mundo de los vivos. |