Los ángeles guardianes

Tengo veintidós años y llevo en estas casas desde los dieciocho. Soy un pobre diablo a quien la vida le ha negado casi todo y por quien nadie apostaría una peseta. No es que esté ansioso por encontrar mi camino, pero reconozco que sí me gustaría que alguien me echara una mano. Cuando me vienen estos pensamientos, me suelo decir: Hipólito, no seas ingenuo, tú eres así y así morirás. Luego vuelvo a las andadas como si una fuerza superior me impulsase a mantener una pequeña esperanza. El lunes entraron unas personas que dijeron ser de una asociación. Ya estoy tan quemado que me cuesta creer que haya gente dedicada a esto por vocación. ¡Hay que ser masoquista para relacionarse con confesos de nuestra calaña! En realidad pienso que estos pobretones no saben por dónde andan; si ellos supieran lo que se cuece en estos lugares, pondrían pies en polvorosa cuanto antes. De todos modos, me cayeron bien; estoy deseando volver a verlos. En el fondo, quizás espere de ellos más de lo que me imagino; aunque…      

Menuda bronca me armó el miércoles “el Trepa”, ese señorito remilgado que dice ser hijo de un abogado de prestigio. Pues qué raro que siendo su padre abogado de pelas, no haya dado la cara por su retoño; o será que no ha podido hacer nada por él. Casi me creo mejor esto, pues viendo como es “el Trepa”, no me extraña en absoluto que se tenga que comer íntegramente la condena como todo hijo de vecino. El tío es un elemento de mucho cuidado. Y menos mal que me suelo enrollar bien con él, que si no mejor sería que me tragase la tierra. Me dice Epifanio que no sea tan condescendiente con él porque, de todos modos, cuando le dé la venada, no se andará con miramientos. 



El jueves se reunieron los de la Junta de Tratamiento para valorar mis avances. A eso del mediodía, mi nombre sonó en el megáfono. Intuí que querrían hablar conmigo sobre el permiso que había solicitado un mes antes. Nada más cruzar la puerta, el psicólogo, un hombre de unos treinta y cinco años, me dijo en tono desagradable y actitud altanera, que el juez de vigilancia penitenciaria me negaba el permiso debido a mis negativos informes. No es que yo confiara en el equipo de tratamiento, pero tampoco me esperaba una decisión tan drástica. Salí de allí con el alma partida en mil pedazos y sintiéndome agarrotado por esa angustia que atenaza las entrañas del más cebado de los mortales. Pero, como no deseaba que nadie me viera con cara de circunstancias, lo disimulé como mejor pude. En el fondo, ya estoy harto de tanto fingir, pero es el único remedio que me queda si quiero hacerme respetar en esta jaula de lobos hambrientos. A veces pienso en mi infancia, y sólo vuelven a mi mente una serie de imágenes que mejor no recordar. Da igual que me niegue a ello: los recuerdos se agolpan en mi cabeza con la fuerza de un ciclón, y no cesan hasta incrustárseme en el alma. Pero, ¿por qué habré tenido la desgracia de ser engendrado por un padre alcohólico y una madre esquizofrénica que se pasaban todo el santo día tirándose los trastos a la cabeza? Más de una vez estuve a punto de escaparme de casa para no oír la amalgama de gritos e insultos que martilleaban mi cerebro sin piedad; de cuando en cuando, yo pagaba el pato al recibir, de rebote, algunas bofetadas o puñetazos que se daban entre sí. No fui valiente para salir de aquel infierno y ahora -ironías de la vida- me encuentro en otro probablemente peor. Desde luego, ¡qué verdadero es ese refrán de “unos nacen con estrellas y otros estrellados”! Para colmo, en el colegio siempre me sentí despreciado por mis compañeros como ese cero a la izquierda que, por no valer nada, todos prescinden de él. Pero hay algo que marcó mi niñez más que nada en el mundo: No sé qué les pasaba a los profesores conmigo para vilipendiarme constantemente. Recuerdo que yo era un niño tímido y bonachón, incapaz de matar una mosca, pero excepto el de matemáticas -que se llamaba Don Terencio- todos me trataban a la baqueta. Yo hubiera necesitado comprensión y estímulo para salir adelante pero, en su lugar, sólo recibí golpes psicológicos que fueron mermando mis facultades intelectuales y transformándome en un niño huraño que, a partir de entonces, se hizo amigo de la soledad. Si volviera a nacer -vil pensamiento, por ser demasiado utópico- no me dejaría vencer a pesar de todos los sufrimientos que pudieran anidar en mi alma. Hoy pienso esto porque creo estar seguro de mí, pero debo reconocer que ningún niño de ocho o diez años con unas circunstancias familiares y sociales tan nefastas como las que me rodearon, podría salir airoso de ellas. No obstante, quizás me hubiera librado de caer con mis huesos en este lóbrego centro donde sólo se aprende a matar el alma a dentelladas.       

El sábado, por fin, he vuelto a comunicar con Regina. Después de cinco semanas sin verle el pelo, la he encontrado más guapa que nunca. Venía charlando con Teodula, la novia de “el Trepa”; parecían entenderse de maravilla. Conocí a Regina antes de ser inquilino de estos centros. Recuerdo que me fijé en ella en cuanto crucé el umbral de la discoteca. Su cuerpo,  modelado casi a la perfección, se instaló en mis pupilas para impedirme ver nada que no fuera ella. Yo seguía arrastrando mi timidez, pero me armé de valor para sacarla a bailar. Aceptó sonriente. A punto estuve de tirar la toalla cuando la canción daba los últimos acordes, pero supe que yo también le gustaba al ver su reluciente mirada. Ya no nos separamos hasta la hora del cierre. Reconozco que me enamoré de ella como un tonto. En realidad tiene un cuerpo de quitar el hipo y un entusiasmo desbordante, pero una cabeza de chorlito que se lo pisa. Ella es la única persona en quien confío, aunque a veces es tan voluble que me desconcierta.


Hoy es lunes y espero impaciente a esos voluntarios que vienen de buena fe a traernos un trozo de libertad. La semana pasada se limitaron a presentarse y a explicarnos grosso modo los métodos que utilizarían para enseñarnos a estudiar y a ser positivos. Supongo que hoy comenzarán a llevarlos a la práctica. Son un hombre y una mujer: él tendrá cerca de los cuarenta y ella rondará la treintena. El parece un tío inteligente y calculador, y ella, aunque no sea demasiado guapa, tiene un atractivo natural -no sé bien cómo definirlo-, es como si la envolviese una especie de magia que la ensalza por encima de sí misma.    

Estoy que no quepo en mí de gozo. Creo que esta noche romperé con la duermevela de casi todos los días. La primera clase ha sido todo un éxito. Yo, que siempre me había tenido por burro, me di cuenta que estaba poniendo mucho interés en las explicaciones gracias a la confianza que me inspiraba Teodorico. Además, su voz era sosegada y carecía de ese falso deje que utilizan los prepotentes para hacerse respetar por encima de todo. En el fondo, me sorprendió que, alguien tan preparado, se dirigiese a mí con total naturalidad. No es que piense que no haya nadie que no sea hipócrita, sino que yo no había tenido la suerte de dar con él o ella. Hasta la fecha, la gente que me topé en la vida, no ha destacado jamás ni por sus auténticas cualidades ni por sus buenas acciones. Primero fueron mis padres, después los profesores, luego los colegas, y ahora, para rematar el clavo, son los funcionarios quienes entorpecen mi ansia de superación. Supongo que, con un currículum vitae similar al mío, habrá pocas personas que tengan las suficientes agallas para luchar por cambiar su destino.                 

Han pasado dos meses desde la primera clase. Tanto Teodorico como Fuencisla me dicen que soy muy inteligente y que me debería presentar al INBAD para sacar el BUP. Pienso que quizás me estén animando para que recobre la confianza que perdí al suspender cinco en tercero. No obstante, aunque no me sienta seguro, lo intentaré. 

Llevo unos días que no levanto la cabeza de los libros. Algunos colegas me llaman empollón -si les hiciera caso, me pasaría todo el santo día tirado a la bartola o chutándome-. Cuando apagan la luz general, sobre las doce de la noche, me quedo con las ganas de seguir estudiando como si no existiera nada mejor a mi alrededor. Le estoy cogiendo tanto gusto al estudio como si estuviera viendo una película de ciencia-ficción, mi género preferido. Para qué llamarme a engaño: debo reconocer que Teodorico y Fuencisla, además de óptimos profesores, son unas personas de lo mejorcito. Sin ellos no podría avanzar a pasos agigantados como lo estoy haciendo. El otro día, sin más, se me atragantaron las integrales y Fuencisla no escatimó ni un segundo para explicármelas como si le fuera la vida en ello. Casi una hora después, yo despejaba integrales como un avezado matemático. 


Los exámenes de junio me esperan a la vuelta de la esquina. Teodorico y Fuencisla no se cansan de repetirme que valgo mucho y que puedo aprobar. Yo, aunque tenga aún mis dudas, no desistiré. 

El tute que me di las últimas semanas, bien ha merecido la pena. Cuando abrí el sobre y me fijé en las calificaciones, un calor recorrió mis entrañas hasta henchírseme el alma de satisfacción. No sé cuánto tiempo habré estado mirando el “Sobresaliente” de nota media que me pusieron los del INBAD. Cuando se lo dije a Teodorico y a Fuencisla, ambos me abrazaron muy emocionados. Al separarnos, Fuencisla sonreía con los ojos humedecidos, y Teodorico me dio una palmada en el hombro para decirme que se sentía muy orgulloso de mí. Me tuve que contener para no echarme a llorar como una Magdalena al ver, por primera vez en veintidós años, que alguien me valoraba de verdad. Sé que, de no haber sido por ellos, no lo hubiera conseguido.

Tres años después, cuando estaba a punto de finalizar segundo de Derecho, me concedieron la libertad condicional. Teodorico me acogió en su casa durante los cuatro meses que tardé en conseguir un puesto de pasante en un despacho de abogados. Entonces me independicé yéndome a un estudio de alquiler hasta que, tras graduarme por la UNED, logré montar mi propio bufete. Hoy día no me canso de agradecerle a Dios que me haya puesto en el camino a una pareja de ángeles guardianes, a quiénes les debo, sobre todo, la libertad de ser yo mismo a través de ese espíritu solidario que tanto suelen ensalzarme algunos de mis clientes presos, los mismos que me recuerdan a mí cuando sólo era un pobre diablo.

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