Eusapia Vinagre se quedó más sola que la una tras habérsele ido de casa sus dos hijos. Once meses antes, su marido había abandonado este mundo de Dios carcomido por un cáncer de pulmón que le mantuvo encamado durante seis meses que dedicó a clamarle al cielo el cese de aquel tormento que le corroía las entrañas sin piedad. Exceptuando los primeros días, que le trajo en palmitas, Eusapia no hizo más que quejarse de la cruz que le había caído con aquel hombre que se asemejaba a un nazareno por los cuatro costados. Sus amigas, tan lenguaraces como ella, la azuzaron día sí y día también para que le abandonase, alegando que buena gana tenía de aguantar los improperios que solía echar por la boca a cada dos por tres. Eusapia, acostumbrada a oír siempre el mismo cantar, se lo tomaba a cuento de risa.

Eusapia respiró hondo cuando el médico certificó la defunción de su marido; por fin sería dueña de los millones del seguro de vida que tanto había estado esperando.
Eusapia Vinagre se volvió huraña, cargante, metomentodo y tacaña con sus hijos. Las primeras semanas, éstos no se lo tomaron demasiado a pecho, pero en seguida vieron que cuanto más se mordían la lengua, más se crecía ella en su tiranía.
El hijo pequeño tomó las de Villadiego el día en que su madre se negó a prestarle dinero para montar un bufete. Antes de cuatro meses, el mayor, que tenía más paciencia que un santo, siguió el camino de su hermano tras agotársele las reservas de compasión.
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