La mujer de la cárcel

La conocí delante de la cárcel de El Coto allá por el año noventa. Era sábado y yo salía seria como una lechuga de comunicar con un amigo de mi hermana que había caído con sus huesos en aquella mole de piedra del siglo pasado donde las ratas se colaban hasta por las rendijas y el frío garabateaba la piel sin compasión. Según llegué al patio principal, una figura delgada, casi esquelética, llamó mi atención. Yo seguí caminando como si tal cosa, hasta que una voz femenina, que deseaba un cigarrillo, me hizo recular. Creo que supe que era ella antes de volverme y toparme con aquel rostro donde se adivinaban las huellas de una muerte inminente. A través de su hundida mirada no me fue demasiado difícil leer la desesperación que albergaba su alma.



Como por arte de magia, me vi dándole palique a una mujer que, a pesar de haberme confesado que acababa de cumplir los veinticinco, aparentaba por lo menos diez más. Me contó que con trece años se había metido su primer chute y que, desde entonces, su vida había sido una odisea. A los catorce trapicheaba como sus avezados colegas. Con quince años ya había parido a una preciosa niña que le fue arrebatada por el redentor Estado. A los dieciocho viajó a países exóticos para adquirir mercancía de calidad y no había frontera ni aduana que se le pusiera por delante. En una ocasión, antes de los veinte fue detenida por presunto delito de narcotráfico, pero quedó limpia por falta de pruebas. De los veinte a los veinticuatro estuvo enrollada con el revientapisos más famoso de Gijón, con quien había colaborado en diversos golpes, uno de los cuales le había costado a él la cárcel. Desde entonces, sábado sí y sábado también, ella visitaba al último eslabón de su pasado. A parte de él, sólo contaba con su demacrado cuerpo y su maltrecha alma para continuar aferrándose a la vida tras haber superado una hepatitis de campeonato. Las lágrimas corretearon por sus mejillas tras casi tres horas de desahogo que ablandaron mi endurecido corazón.

 


Dos semanas después me robaba diez mil pesetas que, en vez de aprovecharle, le llevaron a la tumba de cabeza. 

 
Desde Gijón
 
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A quien madruga, Dios le ayuda.

A Dios rogando y con el mazo dando.

No por mucho madrugar, amanece más temprano.

A mal tiempo, buena cara.

Nunca llueve a gusto de todos.

Año de nieves, año de bienes.

Para qué quiero mis bienes, si no remedio mis males.

No te acostarás sin saber una cosa mas.

Mal de muchos, consuelo de tontos.

La suerte de la fea, la bonita la desea.

La mujer y la manzana tiene que ser asturiana.

A todo gochín le llega su sanmartín.

 
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