El senegalés

Me encontraba con unos amigos tomándome una sidra y unos bígaros, cuando entró en la sidrería un senegalés casi tan negro como el azabache. Se acercó a nosotros para ofrecernos toda una serie de cachivaches clónicos en los que no teníamos el más mínimo interés. No obstante, como soy dada a comunicarme con la gente, le invité a beber algo. El, muy sonriente, accedió y le pidió al camarero un vaso de leche caliente. Me sorprendió que aquel joven de aspecto atlético y rostro alegre, no aprovechase para darse un capricho pidiendo una bebida más excitante. Pero, por otra parte, me alegré al saber que era una persona sana y dispuesta a salirme barata.


El senegalés descolgó los abalorios que llevaba al hombro: cinturones de cartón-cuero y cilindros repletos de pulseras de rafia, y mantuvo la distancia sentándose a la mesa de al lado. Me llamó la atención que saborease la leche como si se tratase del mejor de los néctares. Aunque en un principio me inspirase lástima, pronto sentí por él admiración. Él, de cuando en cuando, alzaba la vista para agradecerme con un repertorio de "grasias" y "okeys" el detalle que había tenido con él.


El senegalés apenas hablaba español, pero ambos tuvimos una intensa conversación donde me pude enterar que había salido de su país en busca del maná de nuestra achuchada y querida España. Eso me recordó a los españoles cuando se iban a Cuba en busca de fortuna, los mismos que limpiaban los retretes de los terratenientes y que, si tenían la suerte de regresar a la Patria décadas después, pocos traían la cartera llena pero muchos el corazón endurecido como una piedra.


El senegalés seguía esforzándose por narrarme parte de su vida utilizando una mezcla de español chapurreado y francés senegalizado. Pero, como a buen entendedor, pocas palabras le bastan, supe que su mujer y sus dos hijos se dedicaban al cultivo de la tierra, como él mismo lo había hecho hasta que se vino a España. Mientras recordaba a su familia, se le humedecieron los ojos y su voz se volvió acartonada. De pronto sacó una fotografía en donde una morenaza de ojos negros sonreía enseñando unos dientes inmaculados. Su cuerpo de color caoba era sublime como el de una diosa. Pensé que quizás fuese una actriz o una modelo, pero cuando me dijo que era su mujer, poco faltó para que me echase a reír a carcajada llena. El hombre me confesó que estaba muy enamorado de ella y que, si había venido a España, era con la intención de darle mejor vida a su mujer cuando regresase a su país con el dinero necesario para montar un negocio.

El senegalés se despidió de nosotros y, cargado con sus bártulos, siguió su ronda.

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