El Padre Barrán dejó al cargo de la parroquia a su ayudante, el Padre García, porque lo reclamaron para participar en el III Congreso de Curas Polifacéticos, que se celebraría en París dos días después. Su amigo de toda la vida, Celemín de la Higuera, hombre de mundo y de mil y una camas, le había puesto por las nubes ante el Obispo organizador del Congreso, que a éste le había nacido el gusanillo de conocerle.

A sus cuarenta años, el Padre Barrán era un hombre alto, atlético, con cara de niño bueno y asequible por los cuatro costados, que se dedicaba en cuerpo y alma a los más necesitados tras haber rechazado, dos años atrás, el obispado auxiliar de su diócesis. A pesar de que la parroquia que dirigía era la más conflictiva de cuantas se había echado a la cara desde que, con veintidós años, se había vestido los hábitos, siempre tenía la sonrisa a flor de piel. Lo mismo le daba tratar con toxicómanos, prostitutas, alcohólicos, ex presos, que con beatas más arrugadas que un higo paso y niños de la catequesis. A sus ojos, todas las personas eran iguales aunque sus bolsillos o su ley de vida no lo fueran. Aunque nadie supiera de dónde sacaba el tiempo, todavía le sobraba para visitar enfermos y escribir sus andanzas.

El Obispo organizador del Congreso de Curas Polifacéticos se quedó atónito oyendo al Padre Barrán disertar sobre las cualidades de los pobres de economía y de espíritu. Hasta entonces nadie se había atrevido a mencionar tales afirmaciones en su presencia, aunque estaba maravillado por la valentía de aquel cura a quién le hubiera gustado parecerse. No obstante, sabía que una vocación tan auténtica y una oratoria tan sublime, jamás tendrían cabida en su alma por mucho título eclesiástico que poseyera, porque la misma estaba atestada de ambición y egoísmo.
El Padre Barrán obtuvo tal éxito en el III Congreso de Curas Polifacéticos, que al día de hoy sus libros se venden como churros. |