Mingorante Villabona se prendó de Colasa, la rubia de frasco pechugona y culona que limpiaba a diario el Seminario donde él recibía clases de ética, empollaba la Biblia y aprendía a discernir entre el bien y el mal con el propósito de irse preparando para cuando le llegase la hora de guiar a tantas almas que andaban descarriadas por esos mundos de Dios.

Aunque a Mingorante se le fuesen los ojos tras Colasa, los pies siempre se le encaminaban a la capilla, donde se arrodillaba ante el sagrario para implorarle al Cristo crucificado que le infundiera fuerza para luchar contra sus impulsos o, mejor aún, para salir de aquel infierno que cada día le asfixiaba más. Por un oído le entraban y por el otro le salían los sermones que, sobre el pecado, recibía a diario en aquel lugar de recogimiento y seriedad. No estaba dispuesto a aguantar cantinelas del estilo de aquéllas que le habían absorbido el cerebro durante la pubertad para irle reprimiendo como el día en que, tras masturbarse por primera vez bajo la moral puritana de los años cincuenta, se le metió tal miedo en el cuerpo que, aún sabiéndole a gloria, jamás lo volvió a intentar. Corría la época de los padres dictadores y energúmenos que, a la mínima, echaban mano de su petrina justiciera. Además, Mingorante estudiaba en un colegio de frailes, los cuales no reparaban a la hora de repartir reglazos entre las palmas de las manos de los alumnos a quienes no podían doblegar ni con su letra ni con su moralina.

Mirándolo bien, Mingorante Villabona decidió seguir encerriscado con la oronda rubia. |