Pascasio Matamoros abrió los ojos como platos cuando su esposa le puso en brazos el bebé que acababa de parir. El neonato tenía los ojos oblicuos, los pómulos redondeados y un cabezón que daba vueltas como una noria.
Los esposos se miraron con cara de mala uva mientras el pequeñín lloriqueaba clamando una caricia de su padre. Éste, en cambio, no le quitaba ojo a su esposa como pretendiendo que ella le explicase el porqué de aquel renglón torcido de Dios. Ella contemplaba a su pequeño con más pena que gloria, aunque también se le notaba ese instinto maternal que, en opinión de los hombres, poseen todas las mujeres.

Pascasio Matamoros estaba aturdido por el golpe que acababa de recibir. Con parsimonia, le devolvió el niño a su esposa, pues necesitaba sentarse para aguantar aquella especie de burla que el destino se había guardado en la manga con la intención de dejarle fuera de juego cuando le conviniera. Le faltó poco para quedarse sin habla, pero reaccionó al ver a su esposa llorando como una Magdalena.
A Pascasio Matamoros le pareció injusto que aquello le estuviera sucediendo a él que siempre se había creído un Adonis y un Salomón; a él que, ni por recomendación, soportaba la fealdad. Además, le preocupaba lo que pensarían sus amistades, tan remilgadas y despreciativas. Con sólo imaginarlo, los colores de la vergüenza, por un lado, y de la ira, por el otro, se le subieron a las mejillas para dejárselas como un tomate. Para remachar el clavo, su interior le decía que su esposa era la única culpable de aquella desgracia recién nacida.

Tres días después, su esposa regresó al hogar con el bebé arropado hasta la cabeza. Pascasio Matamoros ni se inmutó tras echarle un vistazo al niño que, aunque se lo jurasen por lo más sagrado, no podía ser suyo. Aquél engendro no se parecía a él ni en el blanco de los ojos. ¿Cómo iba a creer, pues, que fuera carne de su carne y sangre de su sangre? Ni suplicándole su esposa le convencería de que aquél monstruo era el hijo que tanto había deseado, el hijo a quien le tenía preparado un futuro de cine, el hijo que heredaría su belleza, su estatura, su astucia, su vanidad, su orgullo; hasta se había hecho a la idea de que seguiría sus pasos como arquitecto.
A Pascasio Matamoros bastante le importó que su esposa le llamase desalmado. Se arrellanó en el sofá y se introdujo en un estado de mutismo que inquietó a la recién parida.
Al día siguiente, Pascasio Matamoros llegó borracho como una cuba y, tras pedirle cuentas a su esposa, descargó su ira contra ella sin atender ni a sus súplicas ni al llanto del niño que acababa de despertarse por culpa del jaleo que se armó.

Veinte días después, no pudiendo aguantar más aquella situación de desaires, su esposa llamó a un prestigioso psiquiatra, amigo de la familia, para que pusiera freno a la locura de su marido. Éste, al sentirse acorralado, cogió un abrecartas que tenía sobre la mesa del estudio y, abalanzándose sobre su esposa, se lo clavó en el pecho con saña. En un descuido, el psiquiatra logró arrebatarle el abrecartas, pero Pascasio Matamoros aprovechó para correr hacia la terraza por la que se precipitó a la calle.
La esposa de Pascasio Matamoros se recuperó tras penitenciar más de tres meses en el hospital. Él, en cambio, se fue al otro barrio debido a una complicación que se le presentó después de haber quedado parapléjico. |