El hamam del placer

El Çagaloglu Hamam era un baño de estilo victoriano con paredes y suelos de mármol tan pulidos como un espejo. La tenue luz y los sonidos del silencio me envolvieron en su atmósfera hasta extasiarme los sentidos. Un turco, emparentado con Adonis, me ofreció una toalla y me indicó el camino de las cabinas. Mientras me desnudaba, la intuición me chivó que estaba siendo espiada. Unos minutos después, salí con la toalla alrededor de la cintura y me topé con el turco de buen ver, quien no despegó los ojos de mis pechos hasta que decidió guiarme a la sauna que me dejó el cuerpo flotando y adormilado el cerebro. Después me di un chapuzón en la piscina de agua fría que presidía la sala central y, tras salir, allí estaba el turco exhibiendo los músculos de gimnasio que adornaban su torso desnudo cual estatua griega. Lo seguí como un corderito hasta una estancia grande y acogedora presidida por una peana redonda de mármol que humeaba. Me tumbé con las manos bajo la nuca y, segundos después, mi cuerpo era un volcán en erupción. Iba a incorporarme cuando el turco me lanzó un manguerazo de agua fría. Era una gozada tener el cuerpo ardiendo y al instante helado. Volví a tumbarme para que el agua caliente recorriera mi cuerpo. Poco después, me incorporé y otro chorro de agua fría alcanzó mi cuerpo dejándome desarmada. 

Cerré los ojos para dejarme llevar por el cosquilleo que me recorría de arriba abajo. Sólo los abrí cuando el turco dejó de juguetear con la manguera. Sonriente, me señaló una camilla de masaje hacia donde fui sin rechistar. Me acosté boca abajo por precaución, pero sonreí al notar las cerdas de un cepillo restregando mi cuerpo. Por primera vez me sentí como un perro lleno de pulgas. Además, me vino a la cabeza la imagen de mi prima Cancionila bañando a su caniche Pitito y me vi ridícula. Luego, el turco sacó espuma de una bolsa de plástico y la fue impregnando en mi piel mientras recorría con sus dedos cada milímetro de mi espalda. Me relajé para saborear cada roce. Sus manos eran pura seda y conseguían que mi cuerpo fuera de terciopelo, de terciopelo erizado por la energía que desprendían las yemas de sus dedos. Todo mi cuerpo formaba un bloque de mantequilla derritiéndose al compás de aquellos movimientos que parecían caricias. Mi espíritu vibraba de gozo como si un ángel me lo estuviera enamorando con su melodía celestial. Estaba tan conectada a mi interior como la temporada que me dio por lo trascendental y me pasaba todo el santo día hablando con Dios. En aquella época, yo era una ilusa que creía a pie juntillas en los cuentos que me metían en la cabeza las monjas, el cura, las amigas, y hasta mi madre, que también tenía el cerebelo bien comido. Pero aunque la sensación interior fuese semejante, es imposible describir con palabras lo que me pasó en el baño turco. Hay que vivirlo para captar cada instante, cada sensación, cada movimiento, cada roce...

Su voz llegó a mis oídos cual melosa poesía al indicarme que me pusiera boca arriba. Me giré lentamente, sin poder disimular la tensión que me embargaba, porque, aunque no fuese ninguna estrecha, tampoco estaba habituada a que un desconocido, por muy bien hecho que estuviera, se pudiese pasar de la raya. Creo que él lo notó; quizás, por eso, me sonrió con cara de niño bueno. Me costó un poco, pero logré relajarme para permitirle que sus dedos circulasen con libertad por mi cuello, por mis axilas, por mi vientre, por mis muslos y por mis pies. ¡Ay, los pies!, los pies son mi punto débil. Aún recuerdo la primera vez que mi ex novio me masajeó los pies: Yo no sabía que tuviera acumulada tanta sensibilidad allí. Mi cuerpo se electrizó como si un rayo me hubiera atravesado de la cabeza a los pies con su carga positiva. Aquella electricidad me produjo tal bienestar que hubiera muerto de gozo encantada. Mi ex novio se quedó tan encandilado conmigo que todos los días me daba un masaje que me introducía en el laberinto de las divinas sensaciones. Pero el turco aún superaba a mi ex novio. Sus dedos resbalaban por mis pies con tal destreza que todo mi cuerpo se transformó en un flan. Mi mente no podía controlar aquella miscelánea de percepciones animadas, las cuales soy incapaz de describir porque no creo que exista un método para descifrar los sentidos que el turco me despertó de repente tras toda una vida durmiendo en algún lugar de mi ser. 

Creo que llegué a un estado sublime, porque entorné los ojos y me introduje en una nube luminosa que me desconectó del cuerpo durante un tiempo que no puedo precisar a pesar de mi memoria de elefante. Sólo recuerdo que el mundo se encogió para mostrarme todo su esplendor. Vi una esfera del tamaño de una manzana que contenía en su interior los cuatro puntos cardinales. En el centro estaban un hombre y una mujer como Dios los trajo al mundo, quienes me indicaban con la mirada el camino del Este. Me vi a mí misma corriendo hacia allí y, en un abrir y cerrar de ojos, apareció el turco masajista, quien abrazándose a mí, me dijo que no le abandonase de nuevo porque no podía vivir sin mí. Yo no entendía nada, pero le abracé con tanto amor que todavía me resulta increíble viniendo de mí, que soy tan poco dada a mostrar mis sentimientos.

Cuando recobré la conciencia, el turco me ayudó a incorporarme. Luego me dijo adiós con una sonrisa de oreja a oreja que me dejó anonadada. 

Ahora sé que el reloj se paró en aquel baño para que me sintiera como una sultana. Si el centro del mundo se encontraba allí, el turco y yo tuvimos la oportunidad de ser los únicos habitantes del mismo.

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