El reloj marcaba las seis menos cinco cuando salí de casa aquella madrugaba que se desperezaba lentamente mientras las luces de neón iluminaban el firmamento velado de estrellas. Mi padre me acompañó en taxi hasta la plaza de Jovellanos, donde estaba aparcado el autocar.
Algunas personas con rostros soñolientos e ilusionados introducían sus maletas y bolsas de viaje en el maletero y otras tiritaban de frío ante las puertas del autocar.
Los nervios se aliaron conmigo al percatarme de la ausencia de mi amiga Soledad. Faltaban quince minutos para la partida y la inconsciente no llegaba. Mi padre intentaba tranquilizarme con su sonrisa auténtica, pero a mi alma le costaba serenarse; no obstante pensé en Alemania -el país de mi sueños- y la quietud se incrustó en mi interior cual bálsamo sacrosanto.
Pocos minutos antes de la partida, apareció mi amiga Soledad corriendo. Con la respiración entrecortada se disculpó conmigo. Luego guardó su equipaje en el maletero y ambas nos despedimos de mi padre, quien nos deseó buen viaje con su habitual sonrisa.
El autocar arrancó a las seis y media en punto. Olvidado el retraso de Soledad, mi alma se maravilló al imaginarse en Alemania, una tierra a quien amaba desde que -con dieciséis años- había leído la novela Mi Berlín de Virgilio Cabello. De mi memoria se borró de repente el holocausto judío, única sombra que me había impedido visitar antes las tierras germanas.

La música sonaba al compás de bolero, quizás para invitarme a plegar los párpados y echar una cabezada. Sin pensármelo un minuto más, me arrellané en el asiento de piel y fui concentrándome en aquella melodía de Los Panchos hasta fundirme con el mundo de los sueños.
Abrí los ojos cerca de Bilbao. El autocar se detuvo en un área de servicio para repostar. Me apeé y, camino del bar, encendí un cigarrillo que me supo a gloria tras la abstinencia forzosa de varias horas.
La ilusión y el deseo se palpaban en el ambiente cual energía luminosa cuando cruzamos la frontera francesa. Mi alma proseguía fusionada con la algarabía que habitaba en ella desde que el autocar había abandonado la plaza de Jovellanos.
Al caer la luz vespertina sobre la autopista, algunos pasajeros abatieron sus asientos e improvisaron un lecho gracias a sus almohadas cervicales y mantas de viaje. Yo, en cambio, saqué del bolso la guía de Alemania y me enfrasqué en su lectura. La noche se presentaba larga y, aunque la comodidad de las butacas y de las películas de vídeo fuese de cinco estrellas, prefería mantener mi cerebro conectado a la vigilia mediante las hojas de un libro.
Tras veintiséis horas de viaje, mi alma se extasió al divisar el horizonte alemán. Me apeé del autocar creyéndome en una nube, una nube silenciosa que cubrió mis sentidos con la estela de su albura.
Heidelberg, la ciudad de los puentes de piedra sobre el río Neckar, del castillo renacentista dominando sus fueros, del romanticismo transformado en historia, nos recibió con sus galas arbóreas y sus casas de chocolate coronadas por tejas azules. El autocar nos acercó al castillo, desde cuya atalaya oteamos una de las ciudades medievales más hermosas de Alemania, una ciudad cuyo puente centenario se alzaba sobre el río cual Polifemo pétreo. Contemplar aquella postal viva me produjo tal cosquilleo en la piel que pronto se mistificó mi sensibilidad más íntima. Aquella era la Alemania de mis sueños, la Alemania impoluta, la Alemania que ahora me pertenecía un poco. Después, accedimos al castillo, donde las hadas danzaron a mi alrededor mientras recorría sus estancias encantadas por el paso del tiempo.

Nos hospedamos en el Intercity Hotel Arcade, un edificio color chocolate que se erguía en medio de pinos y abedules cual nave anclada en un jardín fragante.
A la mañana siguiente, el autocar nos esperaba para emprender viaje hacia Maguncia, la cuna de Gutenberg y la capital de Renania-Palatinado, con su catedral románica y su museo románico-germánico.
De Maguncia a Coblenza transitamos por la carretera paralela al Rhin. Mis pupilas miraban atónitas, ora por la ventanilla de la derecha ora por el parabrisas, los castillos rosáceos que, de cuando en cuando, surgían entre la vegetación. Las agujas de las iglesias pinchando el cielo y los viñedos engarzados entre sí se prendían a mi alma cual cuadro multicolor.
Supe que estábamos en Coblenza gracias al palacio Stolzenfels, que anunciaba la llegada a la ciudad bautizada por los romanos Aput Confluentes por su situación entre los ríos Mosela y Rhin.
Continuanos ruta hacia Colonia, en el corazón del Rheingau, o Valle del Rhin, donde habíamos reservado habitaciones para siete noches en el Hotel Savoy.
Desde Colonia partimos, antes de despuntar el alba, hacia Bonn, la ciudad que otrora fuera capital de la República Federal Alemana. El autocar nos dejó en los aledaños del antiguo palacio gubernamental. Soledad y yo merodeamos por los alrededores cual espías principiantes. Allí conocimos a unos italianos, con quienes charlamos un rato sobre nuestros respectivos países.
A Colonia regresamos tras visitar Aquisgrán, la ciudad renana cuya catedral acoge la tumba de Carlomagno y templo de coronación de los emperadores alemanes.
En una cervecería de Colonia recordamos la jornada transcurrida en Düsseldorf, la ciudad donde se yergue el Museo Goethe, en honor del autor de Fausto, y el Museo de Cerámica, que conserva piezas griegas y orientales que se remontan a más de cinco mil años.

Viajamos de Colonia a Münster, ciudad portuaria de Westfalia, situada en el canal Dortmund-Ems, cuya catedral románico-gótica me fascinó la mirada.
La víspera de nuestra partida la dedicamos a recorrer Colonia a pie y en metro. Colonia, se presentó ante mí cual ciudad cosmopolita y vital, engrandecida por su Rhin caudaloso surcado de día y de noche por embarcaciones blancas y, sobre todo, por su catedral gótica única en el mundo, que se divisa desde cualquier ángulo de la ciudad y en cuyo interior se guardan las reliquias de los Reyes Magos. Además, sus cafés lujosos, sus cervecerías tirolesas, sus restaurantes de salchichas cortadas por metros, sus parques florales como el Rheinpark, me deleitaron los cinco sentidos.
Para despedirnos de Colonia, al anochecer acudimos a una discoteca, donde bailamos, reímos, bebimos y charlamos a ritmo de salsa. Dos chicos cariocas eclipsaban a los demás meneando las caderas con frenesí y exhibiendo sus músculos de gimnasio; no obstante, nos divertimos hasta bien entrada la madrugada.
Con el alma aprisionada por la emoción y las maletas repletas de recuerdos, abandonamos Colonia sobre las nueve de la mañana. El autocar se dirigió a Trèveris, la otrora ciudad romana a orilla del Mosela, en Renania-Palatinado, donde admiramos su imponente Puerta Negra, su Anfiteatro y sus Termas.
Mi mirada se nubló al posarse en la brumosa lejanía mientras nos alejábamos de Alemania a través de Trèveris.
El autocar atravesó la frontera y se dirigió a París, a la ciudad de la luz y del amor, de los pintorescos puentes sobre el Sena, de los bateaux-mouches, de la Torre Eiffel, del Arco del Triunfo, de los Campos Elíseos, del Louvre, del glamour de Montmartre.
París nos esperaba impertérrita para acogernos durante dos días. Cuarenta y ocho horas serían insuficientes para patear la ciudad del Sena, pero Soledad y yo recurrimos al entusiasmo turístico para impregnarnos de su savia hasta el último segundo. Tomamos el metro y con la ayuda de un plano de la ciudad nos sumergimos en sus calles, en sus palacios, en sus museos, en sus jardines e, incluso, embarcamos en un bateau-mouche, desde donde contemplamos con el alma henchida de satisfacción la Bastilla, la Torre Eiffel, Nôtre-Dame, las Tullerías y, por supuesto, la magia parisina en todo su esplendor.

Un recorrido nocturno por la ciudad del Sena en autocar puso el broche final a una jornada espléndida. Las luces cayendo en cascada sobre los edificios históricos, sobre los estanques, sobre los jardines, sobre los Campos Elíseos, me mostraron un París espectacular que lanzaba destellos dorados sobre el Sena.
El segundo día, el autocar nos transportó hasta Versalles. Mi alma se dulcificó al recorrer estancias del palacio como la sala del Ojo de Buey y la alcoba de María Antonieta, y al acceder a la Galería de los Espejos mi ser se transfiguró para retroceder a la época del Rey Sol. Los jardines, vistos desde las escaleras, dibujaban en perspectiva preciosos parterres que se alineaban a ambos lados de los estanques circulares presididos por estatuas doradas como la denominada El Carro de Apolo. La vegetación resplandecía bajo el sol primaveral que lanzaba sus rayos cual araña luminosa sobre el Pequeño Trianón y el Templo del Amor. Versalles pomposo, Versalles dorado, Versalles de las mil y una noches occidentales, se detuvo ante mí cual sombra chinesca.
Al día siguiente, el autocar arrancó de madrugada con destino a España. Atrás quedaban Alemania, París y Versalles. La melancolía se hermanó conmigo; no obstante la liberé tras relajarme y cerrar los ojos para volcarme en la evocación de aquellos lugares que tanto había deseado conocer, los cuales ya pertenecían a mi historia porque habían anidado en mi interior con la energía arrolladora de quien sabe que el mundo es propiedad de todos y, al mismo tiempo, de nadie.
Lágrimas de felicidad corretearon por mis mejillas al detenerse el autocar en la plaza de Jovellanos. Era indudable que Alemania y París me habían cautivado el alma, pero fui consciente de que, aunque me encantase viajar a otras tierras, mi asentamiento estaba en éstas, puesto que yo no sería yo sin mi gente, sin mi paisaje, sin mi alma primigenia. Además, en la acera estaba mi padre sonriente, supongo que para celebrar conmigo el viaje de mis sueños.

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