Eros llegó a Estambul

Le conocí un viernes por la noche en Kulis, un bar musical sito en el número ciento diecisiete de Cumhuriyet Caddesi. Era un chico de ojos rasgados y tez morena, en cuya sonrisa estaba impresa la dulzura. Se llamaba Abdülla, y el sonido de su nombre recorrió mis sentidos hasta asentarse en mis entrañas. Charlamos y bebimos cerveza hasta que las luces se atenuaron y sonaron los primeros acordes de una balada turca que traspasó mis oídos cual cántico angelical. Me invitó a bailar y el corazón se volcó en mi pecho al estrechar sus brazos mi cintura, mis piernas temblequearon al exhalar su aliento en mi cuello y mis neuronas se dislocaron al posar sus labios en mi mejilla.

Aunque ignoro cuánto tiempo estuve inmersa en aquel mar de gozo, en aquella nube de algodón, en aquella luz divina que iluminó mi semblante cual inocente colegiala, sé que regresé del paraíso cuando su susurrante voz pronunció aquel "te quiero" instintivo, auténtico, excepcional; aquel "te quiero" que se fue adhiriendo a los pliegues de mi alma con un ímpetu divino. 



Salimos de Kulis tres horas después y nos dirigimos en taxi a la plaza de Sultanahmet, donde Santa Sofía y la Mezquita Azul se alzaban imponentes frente a frente cual colosos divinos. La iluminación nocturna cayendo en cascada sobre sus piedras, me condujo a un estado de gracia que asedó mi alma en un instante. Nos sentamos en uno de los bancos sin respaldo que presidían la plaza y mis ojos se fueron posando ora en una, ora en otra, hasta que mi alma se desvaneció de gozo. De soslayo, vi que Abdülla me miraba extasiado. Quizás, por eso, no pudo contener aquel beso que impregnó mi alma de gloria. Luego, los sonidos de la noche se entremezclaron con la música celestial que nació en mi alma y mis manos se unieron a las suyas para cruzar juntos el umbral del Edén.


Abandonamos la plaza de Sultanahmet cuando la aurora dibujaba su silueta en el horizonte y las aves coronaban los alminares de Santa Sofía y de la Mezquita Azul. Abrazados, caminamos hacia el Hipódromo y cruzamos Divan Yolu Caddesi para alcanzar Yerebatan Caddesi. Allí, a escasos metros del hotel donde me hospedaba, nos besamos con la energía de los sueños hechos realidad. Nuestros cuerpos desprendieron la luz del amor, de la sensualidad, de la pasión, pero ambos decidimos separarnos allí para que nuestras almas permanecieran fusionadas por los siglos de los siglos.

Tras dos años sin ver a Abdülla, mi alma continúa aferrándose a aquella noche sagrada en que Eros llegó a Estambul.

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