La discoteca estaba en el sótano de un edificio cercano a la Catedral. Al abrir la puerta, una bocanada de aire caliente surcó mi cara para ayudarme a olvidar el frío que se había cernido sobre Colonia aquella noche. La música sonaba a ritmo de salsa -creo que era Juan Luis Guerra quien invitaba a bambolearse-, y las paredes estaban empapeladas con fotografías que representaban la virilidad cuasi perfecta. En aquel colosal mosaico de papel Kodak se vislumbraba la belleza en su estado superior: ojos rasgados, pelo negro, nariz griega; piel morena, ojos turquesa, músculos a golpe de gimnasio; cabellera rubia, tez de porcelana, ojos melosos.

En cuanto pisé la pista, un mulato de ojos aguamarina se acercó a mí meneando las caderas al son de un merengue no apto para puritanos. Bailamos, reímos y tonteamos hasta que el calor invadió nuestros cuerpos. Tras separarnos, él se despojó de la camisa y su torso de caoba extasió mi alma y encendió mi lívido, obligándome a desplegar el abanico que no se separaba de mi sombra.

Cuando íbamos hacia uno de los sofás, un chico rubio se colgó del cuello del mulato, quien me miró sonriente antes de darme la espalda y corresponderle con un beso de tornillo que me dejó de piedra.