Me apeé del tranvía en Divan Yolu Caddesi y me encaminé hacia el Hipódromo. Mientras lo atravesaba con parsimonia, para aspirar el aroma a especias que traía el viento solano, un chico me abordó para intentar venderme postales. Las rechacé porque ya las había adquirido en mi primera visita a Estambul -un año y medio atrás- y fui hacia la plaza de Sultanahmet. Los rayos de sol cayendo en cascada sobre Santa Sofía revestían su semblante de serena sabiduría. Enfrente, la Mezquita Azul descubría su belleza, acrecentada por sus seis alminares alzados al cielo cual agujas pétreas. Me senté en uno de los bancos sin respaldo que presidían la plaza para disfrutar ora de Ayasofya, ora de Sultanahmet Camii (sus nombres turcos), y mi alma se introdujo en un laberinto espiritual que adormiló mis sentidos.

Recobré la conciencia al escuchar una voz infantil. Era un niño de unos diez años que se apoyaba sobre muletas por carecer de una de sus piernas. Se sentó a mi lado y sacó del bolsillo de su chaleco una caja de caramelos, de la cual seleccionó cuatro para ofrecérmelos a cambio de doscientas cincuenta mil liras turcas, cantidad equivalente a ochenta pesetas. Se los compré y en un instante me vi rodeada de tres chiquillos que pretendían ganar unas liras a cambio de pañuelos de papel, chicles y peonzas. Les dije que no los necesitaba, aunque les di un billete a cada uno. Se fueron con la sonrisa en los labios, pero el niño de las muletas permaneció a mi lado. Como yo sabía algunas palabras turcas, me interesé por él. Se entristeció al contarme que le había atropellado un taxi a los ocho años y que, desde entonces, no había pisado el colegio porque tenía que trabajar para comprarse una pierna ortopédica. También supe que no había recibido ni una lira en concepto de indemnización. Quizás, por eso, me cayó el alma a los pies. Luego le pregunté por su familia: su padre era fontanero y su madre vendía ropa en la plaza de Beyazit, un mercado al aire libre en cuyos aledaños se yergue la Puerta de los Moros -que da acceso a la Universidad-, la mezquita de Beyazit y el Mercado del Libro Antiguo.

Su mirada resplandeció al confesarme que era kurdo. Guardé silencio un instante antes de decirle que yo era amiga de los kurdos. Sonrió agradecido. Yo sabía que a los kurdos les prohibían vender en plazas como la de Beyazit porque el día anterior había sido testigo de como la policía había expulsado, bajo amenazas, a varios vendedores ambulantes kurdos. Después mis ojos se posaron sobre Santa Sofía para admirar su majestuosidad por enésima vez y, probablemente, para agradecerle aquel regalo caído del cielo, porque aquel niño llamado Fatih era un ángel que se había aproximado a mí para enseñarme a ver la vida con los ojos del conformismo, de la esperanza, de la ilusión; un ángel sin alas y con una sola pierna, que transformó mi interior. Tras fotografiarnos juntos y pedirle su dirección, le besé con ternura.
Con el alma henchida de satisfacción, abandoné la plaza de Sultanahmet mientras el crepúsculo comenzaba a dibujarse en el horizonte y las gaviotas coronaban los alminares de Santa Sofía y de la Mezquita Azul.
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