Estambul no miente

Era noche cerrada cuando pisé el aeropuerto de Atatürk. Saberme en la antigua Bizancio, la imperial Constantinopla y la cosmopolita Estambul me produjo un cosquilleo que me dejó el cuerpo como un flan hasta que pensé en mi abuela y en la misión que me había encomendado. Tomé un taxi hasta el hotel, que estaba en Sultanahmet, y por la ventanilla pude ver parte de la Muralla de Teodosio, que se alzaba imponente, pero el corazón se volcó en mi pecho al detenerse el taxi en un semáforo cerca de Ayasofya. La iluminación nocturna era perfecta para contemplar la hermosa mole de piedra que mi abuela me había enseñado cientos de veces en un grabado de principios de siglo, que conservaba como oro en paño. 



No pegué ojo en toda la noche pensando si no estaría loca por seguirle la corriente a mi abuela que, después de todo, no regía bien. Sobre las cinco de la madrugada, los cánticos del muecín, llamando a los fieles a la oración, aquietaron mi alma hasta que sonó el despertador a las ocho y media. Me duché en un santiamén, me vestí con ropa deportiva y bajé al comedor. Mientras tomaba una rodaja de tomate, me fijé en un turco que me miraba de arriba abajo. Su pelo de azabache, aquel bigote de galán de los años treinta, sus ojos almendrados y su cuerpo delgado y musculoso, le hacían muy atractivo, pero como yo no estaba en Estambul para ligarme a turcos de buen ver, me fui del comedor con el último bocado a medio masticar. 


Con una guía turística, un plano de la ciudad, una grabadora, una Canon y el vocabulario que me había esforzado en aprender durante dos meses, me encaré con la calle. Eran las nueve y veinte cuando pasé cerca de Yerebatan Sarayi -la Basílica Cisterna- y me hizo gracia ver la cola de turistas que llegaba hasta Divan Yolu. Crucé la calle y en unos minutos tuve a Ayasofya a tiro de piedra. No pensaba visitarla hasta el día siguiente, pero una fuerza, que no sabría describir, me impulsó a sacar la entrada. Caminé con parsimonia hacia la puerta y, antes de franquearla, me santigüé. No entendía nada, pues hacía más de diez años que no rezaba y que sólo pisaba la iglesia en caso de bautizo, boda o funeral. Además, Ayasofya ya no era ni iglesia ni mezquita porque Atatürk -el padre de los turcos- la había destinado a museo para turistas. El mármol blanco, verde, rosado, dorado y marfileño de las paredes del nártex; las columnas de mármol de Baalbek, Éfeso y Delfos de la nave central; los capiteles bizantinos y los mosaicos de oro del techo, deslumbraron mis sentidos. Como por arte de magia, me quedé embobada contemplando la magnificencia de la otrora iglesia de la Divina Sabiduría, cuya cúpula se ocultaba bajo el andamiaje que parecía sostenerla. Aunque soy poco dada a creer en supercherías, la curiosidad y la miopía de nacimiento me impulsaron a tocar la columna de San Gregorio el Taumaturgo, en la cual cristianos y musulmanes de todos los tiempos han ido horadando una lámina de cobre engastada en el mármol porque, según la tradición, la columna llora agua milagrosa que cura las enfermedades de la vista. Por una rampa algo resbaladiza, que se iba estrechando en cada recodo, llegué a la galería superior, cuyas paredes estaban revestidas con los mejores mosaicos iconográficos, entre ellos la Deesis, que mostraba a Cristo como juez universal entronizado entre la Virgen y San Juan. Desde la tribuna pude vislumbrar la cúpula interior -que parecía colgada del cielo por una cadena-, el ábside con la imagen de la Virgen y el Niño y, estirándome un poco, a los arcángeles San Gabriel y San Miguel. Luego me senté en una peana de piedra, abrí la guía y me enfrasqué en la historia del edificio que seguía rozando el cielo de Estambul después de mil quinientos años. 


Cuando recobré la conciencia, mi cuerpo parecía flotar y mi alma permanecía aquietada como si alguien me estuviera meciendo en su regazo. Pensé si las piedras podrían desprender vida propia, si serían inteligentes. Quizás Justiniano no había exagerado al vanagloriarse por haber superado a Salomón. Lo cierto es que yo, la hija de un albañil, me sentí como una sultana.

Salí de Ayasofya coronada por una sensación de paz que impulsaba mi cuerpo sin el permiso de mis neuronas. Miré el reloj y me llevé las manos a la cabeza al comprobar que había estado cerca de cuatro horas sumergida en el alma de un edificio santificado por dos religiones. Además, casi me tiro de los pelos al recordar que no había estrenado la cámara reflex que con tanta ilusión compré dos días antes de coger el avión hacia la ciudad bicontinental que mi abuela me había ayudado a amar desde niña. Porque aunque yo no le creyera ni una palabra del cantar que se le había metido en la cabeza, tampoco podía negar que mi abuela -que a duras penas sabía leer y escribir- estaba muy instruida acerca de la historia de Estambul. Yo siempre lo achaqué a los años que estuvo sirviendo en casa de una solterona remilgada que tenía una biblioteca de valor incalculable heredada de su padre. 


El buen tiempo me animó a patear las calles de Estambul. Los tenderetes, hasta los topes de babuchas, gorros, ojos contra el mal de ojo, planos de la ciudad, libros y videos, se agolpaban en las aceras atrayendo la vista de los turistas. Mi estómago se fijó en los montones de roscas de pan rebozadas con semillas de sésamo, que los turcos llaman simit, y le satisfice en el acto. Unos niños se esforzaban en chapurrear el idioma del posible comprador de las postales y guías que pretendían venderle a cualquier precio. Sentí compasión por aquellos mocosos que no levantaban un palmo del suelo al comprender que el paraíso, tan anunciado por las agencias de viajes, jamás sería para ellos.



Por la tarde fui hasta el Hipódromo para ver el Obelisco de Karnak, la Columna Serpentina y la Columna de Constantino. Luego me dirigí a la Mezquita Azul, que estaba a un paso. Me impactaron tanto su estructura y sus seis alminares que, aunque me fastidiase descalzarme y velarme la cabeza, decidí traspasar sus puertas. Los azulejos de Iznik que revestían las paredes despertaron mis sentidos dejándome atónita ante sus tonos azulados; el suelo alfombrado acariciaba mis pies al son de mis pasos; la cúpula principal descansaba sobre cuatro arcos soportados por pilares de mármol; el mihrab -arco que mira hacia La Meca- estaba adornado con mosaicos y azulejos verdes, y su puerta con incrustaciones de nácar y azulejos dorados; el mimbar, o púlpito, era de mármol blanco. Me fui de allí con el alma dulcificada por tan soberbia obra de arte. Aquella noche dormí como los ángeles.


Al estirar los brazos al día siguiente, me di cuenta que me había olvidado de mi abuela. Me reñí a mí misma, pero me perdoné en cuanto me puse manos a la obra. Busqué en el plano el Gran Bazar y apunté el nombre de las calles colindantes. Me puse un vestido largo, me acicalé un poco y subí por Divan Yolu hasta alcanzar Yeniceriler Caddesi. Los aledaños del Gran Bazar eran un hervidero de gentío y algunos vendedores salían al encuentro de los turistas que olían a la legua. Intenté pasar desapercibida, pero mi piel como la leche me delataba. En un abrir y cerrar de ojos, me vi invadida por algunos pesados que insistían en que les comprase una alfombra o un kilim. Uno llegó incluso a tirarme los tejos en español. Según me contó, conocía mi idioma porque no le quedó más remedio que aprenderlo cuando estuvo vendiendo en el rastro de Madrid. Poco después, me lo quité de encima con una sonrisa y un hasta la vista. Recorrí toda la calle Yeniceriler, pero nada. De allí me dirigí a Fuatpasa Caddesi y hacia la mitad de la calle me detuve ante una casa de tres plantas que coincidía con la descrita por mi abuela. No pude evitar que un respingo recorriese mis entrañas. La fachada, bien azulejada de verde agua, desentonaba con las ventanas y la puerta, que pedían a gritos una mano de pintura. Respiré hondo y timbré en el primero. Contestó una voz femenina. Medio en inglés, medio en turco, le pregunté si podía abrirme. Subí las escaleras hecha un manojo de nervios, pero me tranquilicé en cuanto vi a la mujer en el rellano. Era una anciana de piel tostada, nariz aguileña y portadora de una sonrisa transmisora de serenidad. Al decirle que deseaba hablar con ella, abrió los ojos como platos. Luego, me invitó a pasar sin dejar de mirarme de la cabeza a los pies.


La casa era muy acogedora a pesar de estar algo descuidada. Las alfombras y tapices le daban un aire señorial. En el centro del salón había un diván tapizado con motivos capadocios, pero mis ojos se posaron sobre una repisa con varias fotografías amarillentas. La mujer reparó en ello y me dijo que allí estaban sus padres, su marido y su hermana. Me acerqué a mirarlas y se me puso la piel de gallina al ver que la chica de la fotografía y yo éramos como dos gotas de agua. Parecía imposible, pero la foto no mentía: mis ojos, mi boca, mi nariz y mi pelo estaban allí. Tuve que sentarme para no caer redonda al suelo. Mientras me servía un té turco, la mujer me espetó que la de la foto era su hermana Irini, de quien no tenía noticias desde que se había ido, cincuenta y dos años atrás, con un español por quien había perdido la cabeza.


Mi madre sabía por una vecina, que a mi abuela se le habían borrado los recuerdos cuando un accidente de tren segó la vida de mi abuelo diez meses después de la boda y dos del nacimiento de mi madre. Así estuvo mi abuela hasta que hará unos nueve años comenzó a hablar de Estambul y a obsesionarse con Ayasofya y con una casa de azulejos verde agua cercana al Gran Bazar.


Se lo conté a la mujer y se emocionó. Después, me abrazó y dio gracias a Alá por haberme llevado a su lado. Yo estaba encantada de tener una tía abuela en Estambul, pero a la vez sentí remordimientos por haber pensado que mi abuela chocheaba.

Mi tía abuela me abrió las puertas de su casa de par en par. Fui al hotel a por las maletas y dos horas después ambas charlábamos como si nos conociésemos de toda la vida. Nos entendíamos en inglés, idioma que ella dominaba gracias a los seis meses que había vivido en Londres con su marido, un hombre de negocios que se había ido al otro mundo a los cuarenta y ocho años por culpa de un infarto.

A pesar de sus sesenta y seis años, mi tía abuela rejuveneció gracias a mi presencia. Juntas visitamos el Palacio Topkapi, el Museo Arqueológico, el Pabellón de Azulejos, la Basílica Cisterna, el Hamam de Roxelana y la Mezquita de Solimán. En el Gran Bazar me compró un kilim de Capadocia y unas cerámicas, y té de manzana y de naranja en el Bazar Egipcio.


La semana pasó volando. Al despedirnos, mi tía abuela se echó a llorar como una Magdalena y yo tuve que hacer milagros para contener las lágrimas.

Estambul y mi tía abuela quedaban atrás mientras me dirigía en taxi al aeropuerto, pero la satisfacción recorrió mis entrañas al imaginar la alegría que le daría a mi abuela.

Subí al avión con la seguridad de que -aunque los médicos la tuvieran desahuciada- me estaría esperando para oír de mis labios la verdad de su pasado. 

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