Las islas de los dioses

El barco surcaba la bahía mientras mi mente visualizaba el paraíso que pronto se reflejaría en mis pupilas. Subí a cubierta, me acodé en la barandilla y plegué los párpados para que el murmullo del mar adormilase mi alma.

Abrí los ojos al intuir la cercanía de un rompeolas en medio del Atlántico: eran las islas Cíes, dos de las cuales estaban entrelazadas por un blanco arenal que resplandecía cual diamante arañado por las sombras de los pinos, y cuando el barco aminoró la marcha, mi espíritu se engalanó para fusionarse con ellas.

Desembarqué en el muelle de Rodas, enclavado en la isla de Monte Agudo, saqué el mapa de la mochila y, colgando ésta a la espalda, fui bordeando la playa de Rodas hasta alcanzar el puente escollera que se elevaba sobre un lago salado donde los peces y crustáceos coqueteaban con la vida. Lo crucé y llegué a la isla del Faro, donde estaba situado el camping que me albergaría aquella noche.


Tras izar la tienda, y echar una siesta, tomé la senda de circunvalación del camping y llegué a las ruinas del monasterio medieval de San Esteban. Atraída por el olor a eucalipto, me desvié hacia una alfombra de hojarasca adornada con piñas yacentes, y subí hasta el Observatorio de las Aves. Decenas de gaviotas plateadas poblaban aquel paraje: unas permanecían sedentes en las rocas, otras se picoteaban las alas y algunas elevaban sus cánticos al cielo cual sinfonía atronadora. Continué por el bosque hasta el Alto de la Campana, desde donde me asomé al Atlántico. No obstante, no tardé ni medio minuto en recular al ver la furia que descargaba el océano contra el acantilado. Retorné al Observatorio de las Aves, desde donde contemplé extasiada el ocaso que coloreó el cielo de tonos ocres.

Temiendo que oscureciera, bajé a paso ligero agudizando el oído. Los sonidos del bosque se entremezclaban con los jadeos de algunas parejas amándose entre la hojarasca. Sonreí al recordar la noche que dormí en la playa de Torimbia con un alemán que me cautivó el alma y demás interiores.

Llegué al camping algo sofocada. Varias pandillas se arremolinaban ante las tiendas charlando y cantando. Abrí la cremallera de la mía y me sobresalté al notar un bulto dentro del saco de dormir. Lo zarandeé y me quedé petrificada al ver que era Darío, un ex novio cubano tan guapo como caradura. Se irguió, salió de la tienda y me pidió perdón de rodillas. Un grupo de jóvenes le aplaudieron y vitorearon, circunstancia que fomentó la indignación que llevaba impresa en mi alma. Entré en la tienda y la cerré con energía. Los jóvenes me abuchearon, pero Darío los acalló con su melosa voz. Luego, entró en la tienda y, sin darme tiempo a rechistar, posó sus labios sobre los míos y los presionó con ternura. Deseé pedirle cuentas por el plantón que me había dado dos meses atrás, pero mi alma enmudeció al abrazarnos e introducirnos en un mar divino.



Al alba nos dirigimos a la playa nudista de Figueiras, en la isla de Monte Agudo. Las dunas cambiaban su faz al moldearlas nuestros pies y los pinos permanecían enhiestos vigilando el arenal. El sol se asomaba al horizonte y su reflejo surcaba el mar cual nave saltarina. Varias gaviotas pateaban la arena y otras se bañaban cerca de la orilla. Asidos de la mano, caminamos con sigilo para no espantar a aquellas aves que parecían parientes de los ángeles. Nos sentamos en medio de la playa y quedamos embobados escuchando los quejidos del mar y observando a las gaviotas. Cuando éstas desplegaron sus alas y surcaron el cielo, nos desnudamos y corrimos hacia la orilla para sumergirnos en la transparencia de aquel mar de ensueño. Nadamos, charlamos y reímos hasta que nuestros cuerpos se juntaron y nuestros labios se sellaron en medio del paraíso.

Salimos del agua rodeados de un haz de luz que se fue dibujando en nuestras miradas cual sol oriental. Luego, Darío, recurriendo a su encanto caribeño, me cogió en brazos, consiguiendo que brotase de mi pecho un suspiro que indujo al mar a enmudecer. Mis manos abarcaron su cuello y sus labios reposaron en los míos para írmelos impregnando con su miel.

Descendí del monte sagrado de Darío con el cuerpo sudoroso y con el alma merengada mientras me fijaba en la cala donde habíamos estado el año anterior. Fuimos hacia ella y nos tumbamos en la arena para que nuestros cuerpos absorbiesen la energía del límpido sol.


Cuando el calor del mediodía se fue incrustando en nuestra piel, decidimos irnos hacia el pinar. Buscamos un llano, extendimos las toallas sobre la alfombra de hojarasca y nos sentamos a contemplar el claro por donde se asomaba la miríada de rayos ares que servía de alimento a la vegetación. Poco después me tumbé y perdí el contacto con la realidad hasta que Darío me sopló en el rostro y me enseñó un cazo repleto de mejillones. Me morí de risa viendo que era el mismo niño grande que me había encandilado aquella noche de San Juan en un bar de Cimadevilla. Cual guerrero vencedor, sacó de la mochila la cocinilla de camping y puso el cazo al fuego. Mi boca se hizo agua durante la cocción, pero cuando degusté los moluscos sentí que en su interior estaba impreso el cielo.

La tarde la aprovechamos para echar una siesta, para amarnos inspirados por Eros y para subir hasta la Silla de la Reina, un mirador desde donde fuimos testigos de la hermandad entre el mar y el cielo.

Llegamos al camping de noche, justo a tiempo para unirnos a varias pandillas que celebraban unaqueimada entre risas y palmas. El orujo caldeó mi cuerpo durante unos segundos, pero luego fue esparciéndose por los pliegues de mi alma hasta subírseme a la cabeza. Fui hacia la tienda, me metí en el saco y desconecté de la realidad para fundirme con el mundo de los sueños.

Al día siguiente, mientras íbamos hacia el muelle, mi alma se congeló quizás para que mi cuerpo se detuviera en aquel paraje de ensueño; no obstante, mis piernas continuaron adelante. Tras subir al barco, una luz se extendió por mi alma para mostrarme que en las islas Cíes habían morado los dioses.

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