La danza del gigante

Un golpe de suerte me llevó a Londres unos días antes de comenzar el año 2000. En el aeropuerto cogí el Air Bus hasta The White House Hotel, en Regent’s Park. Un portero con librea me saludó con un Good afternoon de cortesía, y yo le respondí con una sonrisa. Tras cruzar el umbral de la habitación, me quedé muda al ver el ancho de la cama: mediría por lo menos 1,80. Posé la maleta, quité los zapatos y me tumbé al biés para que mi cuerpo de 1,60 naufragase en aquel mar apto para las más voluptuosas artes amatorias. Desperté con la piel de terciopelo y el alma sosegada cuando el reloj marcaba las seis menos cinco de la madrugada. Me acerqué al baño con sigilo porque mi novio dormía a pierna suelta cual bendito ángel sin alas, abrí los grifos y, mientras el agua iba llenando la bañera, mi mente voló hacia Stonehenge. Mi cuerpo se introdujo en el agua caliente, que lo fue relajando para que el monumento megalítico se adhiriera a mis retinas mediante la imagen que permanecía arraigada a mis neuronas desde la infancia.

Mi novio despertó dos horas después más feliz que un ocho. Para entonces yo ya había planificado una visita a Stonehenge gracias a la guía del viajero que me acompañaba en todas mis salidas del terruño. Mi novio, como siempre, me dio su beneplácito. Bajamos a desayunar sobre las nueve, y a las diez menos cuarto salíamos del White House con el estómago satisfecho por el par de huevos con bacon, salchichas, tomate, zumos, bollos y té que nos tomamos como todo hijo de vecino inglés.



El metro nos transportó hasta la estación de tren de Waterloo. Sacamos dos billetes de ida y vuelta a Salisbury, y en hora y media nos plantamos en la ciudad que presume, no sin razón, de poseer la catedral más bella de Inglaterra. En un autobús de la compañía Wilshire and Dorset, con parada ante la estación de Salisbury, recorrimos parte del Valle de Wilshire. Fueron cuarenta y cinco minutos que desbordaron mi alma al comprender que por fin vería las colosales piedras que permanecían enhiestas desde tiempos milenarios que ni los arqueólogos han sido capaces de datar.

Yo iba pendiente de todo, pero cuando el autobús pasó paralelo al círculo de piedra, mi alma se dulcificó y mis labios dibujaron una sonrisa horizontal que se reflejó en mi mirada cual luna de verano. De soslayo me fijé en unas adolescentes asiáticas que sonreían con la misma intensidad que yo. Supe entonces que el espíritu de Stonehenge estaba presente en las conciencias de medio mundo.

Tras detenerse el autobús, me apeé y miré alrededor. Unos gráciles pájaros de plumaje pardo y patas largas revoloteaban sobre las cabezas de los visitantes, y se posaban para recoger con sus picos las migajas que caían de los bocadillos de un grupo de mochileros que tiritaban de frío. Encendí un cigarrillo para saborear su aroma en medio de aquel paraje primitivo que contrastaba con las personas que estábamos allí. Luego me puse a la cola para comprar dos entradas. Me pareció un robo que cobrasen cuatro libras por persona; no obstante, desembolsé las ocho libras encantada. Cruzamos al otro lado y nos fijamos en unos aparatos parecidos a teléfonos móviles que tenían impresas banderas de diversos países, entre ellas la de España. Cogí uno con la bandera roja y amarilla, y apreté un botón. La voz en off de una mujer con acento inglés ensordeció mis oídos durante los segundos que tardé en detener la grabación. Supe entonces que a Stonehenge lo habían convertido en un negocio para turistas cuyo único objetivo era darse una vuelta alrededor de las piedras y, a lo sumo, fotografiarse ante ellas para sumarlas a su álbum de fotos familiar.


Mientras caminaba bajo el túnel que me conduciría al magnífico monumento megalítico, mi memoria fotográfica se liberó para que mi alma percibiera en todo su esplendor aquella imagen ancestral que pronto verían mis ojos.

Aún me cuesta describir la impresión que sentí al toparme con Stonehenge. Fue como si aquellas piedras me estuvieran transmitiendo su alma desde lo más profundo de la tierra. También tuve la sensación de estar ante un espejismo, quizás producido por la magia de los sueños hechos realidad. El caso es que todo a mi alrededor se desvaneció para concentrarme en aquellas piedras alzadas por unos hombres prehistóricos portadores de un espíritu evolucionado. Espejismo o realidad, aquellas piedras gigantes me envolvieron con su embrujo durante las casi dos horas que el gélido viento se fue incrustando en mi piel hasta helarme los huesos. Supe que debía irme cuando el cielo se encapotó y cayeron las primeras gotas de agua, pero seguí inmóvil contemplando desde la lejanía los círculos pétreos. Al acercarme a la Heelstone, o primera piedra erigida, el agua se transformó en copos de nieve, que cubrieron la hierba en unos segundos. A pesar de castañetearme los dientes, aún tuve gracia de echarle la última ojeada a Stonehenge. En ese momento, el círculo exterior de sársenes comenzó a girar en una danza frenética y el círculo interior, compuesto de azuritas, se alzó unos metros del suelo como pretendiendo alcanzar el cielo. Aquel día comprendí que Stonehenge había sido construido con piedras capaces de adquirir viva propia. Aunque sé que al lector le resultará increíble esta historia, sólo puedo afirmar que regresé a Londres con el alma mistificada por haber sido testigo de la danza del gigante que ya los amanuenses medievales debieron de contemplar gracias a la magia de la realidad.

 
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