La miel de Estambul

Se acercó a mí cuando el crepúsculo doraba los alminares de Santa Sofía y de la Mezquita Azul, esas dos joyas de la arquitectura estambuliota que yo contemplaba extasiada desde un banco de la plaza de Sultanahmet. Se llamaba Eçevit y era un chico de ojos rasgados, labios carnosos y sonrisa infantil, cuyo acento relajó mi alma, algo exaltada por el ajetreo del día.  

Charlamos hasta que la media luna asomó su faz a la celosía del firmamento cual odalisca cautiva. Miré el reloj y me costó creer que marcase las nueve y catorce minutos. Supe entonces que había permanecido cerca de dos horas concentrada en el murmullo de su voz, en la profundidad de sus ojos, en el aroma de su piel, en la bruma de su cuerpo. 

Fuimos hacia el Hipódromo y nos detuvimos ante el obelisco egipcio. A pesar de su deterioro, lo miré entusiasmada por ser un vestigio del Egipto faraónico, del Egipto que había visitado dos años atrás. (La imagen de las pirámides de Giza se presentó, por enésima vez, en mis neuronas. Las ruinas de Heliópolis, los templos de Karnak y de Luxor, el Rameseum y el templo de Filé pasaron ante mis ojos cual realidad virtual. Y los templos de Abu Simbel se dibujaron en el horizonte de mi alma.) 

Inmersa en los laberintos de mi memoria, olvidé que estaba en Estambul. Sólo la voz de Eçevit logró rescatarme del embrujo de los faraones, de mi fascinación por la ancestral cultura de las riberas del Nilo.

Eçevit me invitó a cenar. El tranvía nos transportó hasta Eminönü y cruzamos a pie el puente de Gálata. Por unas escaleras descendimos a Rihtim Caddesi, en Karaköy. El olor a pescado fresco de los puestos ambulantes que vendían los pescadores, hizo mi boca agua y volcó mis ojos hacia los restaurantes que se alineaban enfrente, uno de los cuales, el Olimpiyat, fue el escenario del festín marino que nos dimos Eçevit y yo a base de pez espada y rodaballo a la plancha rociados con aceite de oliva y limón.  

Al salir del Olimpiyat, la medianoche nos recibió con su chador velador de estrellas. La brisa del Bósforo acarició mi faz y traspasó la licra de mi vestido provocándome escalofríos. Eçevit me cubrió con su brazo y yo me acurruqué contra su pecho. Su aliento en mi cabello hormigueó mi alma durante unos segundos que se me antojaron siglos. Cruzamos varias calles, las cuales dormitaban bajo las sombras de las mezquitas, de las casas, de los hamam, de los árboles. De cuando en cuando, la media luna se ocultaba tras la maraña de algodón que infestaba la noche. Al silencio lo acallaban las cascadas que se precipitaban sobre las fontanas de las plazas. Sólo la realidad de algunos coches patrulla, surcando el asfalto, rompía el encanto del Estambul de mis sueños. 

Eran más de las doce cuando entramos en Teras, un disco bar situado en el número uno de Bestekar Osman Sokak, una travesía de Divan Yolu Caddesi. Tras acomodamos en un sofá verde estampado con flores blancas, Eçevit pidió una cerveza y yo una coca-cola repleta de hielo. Tras beber un sorbo, nos miramos y nuestros labios se fueron aproximando hasta acariciarse con dulzura. Cerré los ojos para que mi cuerpo se desvaneciera y mi alma se introdujese en el paraíso. Cuando abandoné aquel estado divino, una melodía turca traspasó mis oídos, incitándome a bailar. Se lo dije a Eçevit y mi deseo se hizo realidad. Sus manos rodearon mi cintura con tal carga de sensualidad que mi alma se impregnó de luz. Las mías rodearon su cuello con tanto calor que su cuerpo se estremeció de gozo. Fusionados cual ser hermafrodita desconectamos nuestro cuerpo para percibir en todo su esplendor la luz de nuestra alma.

Despertamos de aquel vívido sueño cuando la música machacona se incrustó en nuestros oídos. Nos separamos y, asidos de la mano, regresamos al sofá. Sólo bastó una mirada para decidir levantarnos e irnos de Teras. 

Abrazados, caminamos hacia la plaza de Sultanahmet. En medio de la noche oriental, Santa Sofía y la Mezquita Azul me mostraron su magia gracias a los haces de luz que caían en cascada sobre sus piedras sagradas. Nos sentamos en uno de los bancos sin respaldo que presidían la plaza, y mis ojos corretearon insaciables ora a un lado, ora a otro, para admirar la belleza arquitectónica y la espiritualidad que desprendían Santa Sofía y la Mezquita Azul. Porque al fijarse mis pupilas en Santa Sofía, mi alma me alertaba para que pusiera mi atención en la Mezquita Azul y viceversa. Así hasta que mi espíritu se fusionó con la majestuosidad de ambas para conducirme por los senderos de la gloria.

Regresé a la realidad al sentir los labios de Eçevit en mi mejilla. Mi cuerpo era una pluma y mis manos pura seda. Poco a poco fui recobrando los sentidos hasta notar el relente sobre mi piel. Quizás, por eso, me levanté -Eçevit hizo lo propio- y atravesamos la plaza mientras yo echaba una última ojeada a aquellas resplandecientes piedras.

Las estrellas continuaban agazapadas bajo el manto de la noche y las luces de neón se vestían de fiesta mientras subíamos a paso ligero por Divan Yolu en dirección a casa de Eçevit, en Yeniceriler Caddesi.

A la altura de la plaza de Beyazit nos detuvimos ante un edificio con la fachada descolorida y el portal entreabierto. Subimos por la escalera hasta el cuarto y último piso. Eçevit abrió la puerta de la izquierda y, cuando encendió la luz, mi alma se alborozó por la estética reinante: en el hall había dos butacas tapizadas con motivos capadocios y una mesilla vestida de rojo, bajo las cuales sobresalía un kilim multicolor. En una hornacina reposaba la figura de un dios hitita. A la derecha estaba el salón, una estancia alfombrada, donde destacaban un diván otomano y una mesa con patas de león. Ocupaba la pared este una librería empotrada hasta el techo, rellenada con libros bien ordenados. Varias piezas arqueológicas descansaban en dos hornacinas en la pared sur. Un ventanal con estor blanco casi abarcaba la pared oeste. Al norte, un biombo chino separaba el salón del dormitorio. Me puse algo nerviosa al ver la cama. Quizá, por eso, volví al salón y me senté en el diván otomano. Eçevit fue a la cocina y regresó con una bandeja, de la cual separó dos vasos de té de manzana con una delicadeza exquisita. Tras tomar el primer sorbo, me interesé por las piezas de las hornacinas. Eçevit me contó que era arqueólogo y que, de cuando en cuando, acudía a subastas para adquirir pequeños vestigios arqueológicos. Mi alma se entusiasmó porque, casualidad o no, yo era aficionada a la protohistoria. Debatimos sobre los hititas, los frigios, los lidios y los gálatas hasta que la aurora se dibujó en el horizonte y se coló la primera luz por el ventanal. Bostecé un instante y, mientras él recogía los vasos de té y llevaba la bandeja a la cocina, me recosté sobre el diván y cerré los ojos. Los entreabrí al sentir sus manos en mis hombros, aquellas manos que los fueron masajeando con delicadeza hasta erizárseme la piel y estremecérseme el alma. En unos segundos, Eçevit me quitó el vestido y la ropa interior y me ungió el cuerpo con aceite de almendras. Las yemas de sus dedos resbalaron con parsimonia por mi espalda, por mis brazos, por mi cintura, por mis nalgas, por mis muslos y por mis piernas, y cuando rozaron mis pies, mi garganta lanzó un suspiro y mi cuerpo se derritió de gozo. Sabiendo que estaba en Estambul, en una casa tan sugerente y con un hombre tan divino, mi mente se engañó para que yo me creyera una sultana salida de un cuento de las mil y una noches. Luego Eçevit cayó rendido a mi lado y, abrazados, cruzamos el umbral de los sueños. 

Desperté cerca de las once de la mañana esforzándome por recordar donde estaba. Miré alrededor y poco a poco fueron apareciendo los recuerdos en mi mente: Eçevit, el paseo, el baile y los besos en Teras, la plaza de Sultanahmet, el masaje. Estaba desperezándome cuando sentí el murmullo del agua. Me levanté y me dirigí al baño. Tras la mampara pude adivinar su silueta, que se asemejaba a una estatua griega. ¡Dios!, qué cuerpo tan perfecto. Me dio la tentación de descorrer las hojas de la mampara y unirme a aquella sinfonía de agua cayendo en cascada sobre el cuerpo de Eçevit y de besarle y de pegarme a su cuerpo y de enjabonarle y de entregarme a él, pero fui incapaz de traspasar su intimidad, o quizá tuve miedo de mí misma.

Regresé al salón y, unos minutos después, apareció Eçevit con una toalla anudada a la cintura y portando aquella sonrisa infantil que había traspasado mi alma desde el primer instante. Sus ojos recorrieron mi cuerpo de la cabeza a los pies y yo me ruboricé como una colegiala. Corrí al baño y me introduje en la ducha. Del salón llegaban los acordes de una canción del cantante turco Meric, a quien había visto dos días antes en la cadena de televisión Kral. El agua caliente precipitándose sobre mi piel, unido a la exótica música, asedó mi cuerpo y elevó mi espíritu hasta el cielo. Iba a enjabonarme cuando se abrió la mampara y apareció Eçevit cual ángel sonriente. Tomó el gel y lo fue extendiendo por mi cuello, por mis brazos, por mis axilas, por mis senos, por mi vientre, por mi espalda, por mis glúteos, por mis muslos, por mis piernas…, y al sentir sus manos en mi sexo, mi cuerpo se desintegró para permitirle a mi alma volar sobre las cumbres del edén. Eçevit enjuagó mi cuerpo con calma y lo fue secando palmo a palmo mientras de mi boca salían ayes de gozo.

Abandoné la ducha envuelta en una nebulosa. Eçevit me tomó de la mano y me condujo al dormitorio. La música de Meric me incitó a mover las caderas y los hombros cual bailarina turca. Desde la cama, Eçevit me miraba embobado. Luego se levantó y sus manos se hermanaron con mi cuerpo para acariciármelo con destreza. Yo le correspondí con un beso. Fusionados, nos tumbamos en la alfombra y nuestros cuerpos desprendieron un fuego voluptuoso que consumimos en la pira de Eros cual ofrenda sagrada. 

La otrora Constantinopla encandiló mi interior hasta transportarlo por los senderos de la gloria. La primigenia Bizancio me condujo al paraíso donde unos ángeles tocaban la cítara aquietándome el espíritu. La actual Estambul me obsequió con la miel que Eçevit esparció por los pliegues de mi cuerpo y de mi alma.

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