El habanero

Desde muy joven me aficioné a cartearme con gente de todo el mundo, pero cuando recibí contestación de Ludovico Ramírez, un habanero cuyas palabras parecían recién sacadas de una confitería, un cosquilleo se estableció en mis entrañas para dejarme en las nubes. He de reconocer que aquella carta me hizo vibrar como jamás lo habían hecho las demás. Y no es que Ludovico me hablase de amor ni de nada que se le pareciese, sino que su prosa estaba tan cargada de poesía que le hubiera resultado fascinante hasta al más pétreo de los mortales. Como por arte de birlibirloque, me quedé embobada releyendo aquella carta de folio y medio que embriaga hasta el último recodo de mi alma. Ora sí y ora también, mi mente se posaba en el manuscrito que desprendía una energía arrolladora. 

Cuba y los cubanos siempre habían estado en mi mente como formando parte de mi existencia y, en cambio, yo jamás había pisado suelo caribeño. Por eso aquella carta representaba la demolición de las fronteras de aquel mundo exótico que se conectaba a mi alma para que las palabras de Ludovico sonasen en mis oídos cual canto angelical, cual caricia de algodón, cual beso edulcorado con azúcar de caña. Aunque yo supiera que los caribeños saben desprender miel por su boca, mi intuición me convenció de que no era ningún fingidor ni embustero.  
 




No pude evitar sorprenderme ante el joven atlético y morenazo de la fotografía grapada a la carta. Era tan guapo que me pareció imposible que no encontrase su lugar entre tanta mulata. Más tarde caí en la cuenta de que la soledad no entiende ni de razas ni de creencias ni de distancias. Ludovico era un ser excepcional, con una belleza interior por encima de lo común, pero se encontraba más solo que la una en un mundo demasiado pendiente de conseguir cuatro dólares provenientes del turismo como para fijarse en su alma deseosa de amor. ¡Soledad! ¡Qué palabra tan poética, aunque demasiado dañina cuando se topa con uno!

En mi vida me sentí tan bien leyendo una carta. Yo, que creía estar de vuelta de casi todo, tuve que reconocer que su misiva me subyugó con tanta fuerza que a punto estuve de morir de gozo. Aquella ingeniosa prosa, que él transformaba en arte, eclipsaba hasta la tristeza que desgranaba su alma. "Presiento que te has cruzado conmigo para ser la luz que me conducirá algún día al paraíso". Sus palabras vibraban en mi mente cual caricia de terciopelo, cual nube de algodón. Me quedé tan ensimismada saboreándolas que me olvidé hasta de comer. Cuando salí de aquel estado letárgico, me fijé en el reloj de péndulo que tengo sobre la librería, y pude comprobar que Ludovico me había engullido la hora que suelo destinar a echar un sueñecito de esos que tanto se agradecen a media tarde. No obstante, me contenté porque, de alguna manera, acababa de despertar de uno de mis mejores sueños.




Ludovico, aunque educado por los cuatro costados, dejaba entrever su interés por mí. Es más, llegó a tirarme los tejos de forma muy galante. Yo no podía creérmelo. Me resultaba imposible que un monumento como él se hubiera prendado de mí, que no era más que una pobre chica con algunos complejos sin superar. "Eres una rosa, pero he captado algo en tu carta. ¿Será quizás que algunas espinas se aferran a ti para entorpecer tu crecimiento?". Me dio la risa. ¡Yo una rosa! Rosa de otoño, diría yo. Pero él seguía poniéndome por las nubes como si fuese su musa o una diosa griega. Lo de las espinas tenía más sentido, porque desde que tengo uso de razón, he acumulado tantos sinsabores que, si los sumase, quizás no cabrían en un supermercado. Pero él venga a decirme que era maravillosa, que menuda sensibilidad, que era la primera mujer que le había absorbido el seso hasta la obsesión. Aunque no me lo creyese, algo me impulsaba a seguir atada a aquel folio y medio que había llegado del otro lado del Atlántico cargado de sensualidad, calidez y poesía.

Por la noche, una tormenta atronadora cortó la luz y no me quedó más remedio que guardar la carta en el cajón de la mesilla y acostarme. No obstante, entre tanto relámpago y trueno fui incapaz de pegar ojo; así que me puse a pensar en Ludovico y a envidiarle por vivir en una tierra de sol perpetuo.

Dos días después, me enteré por la radio que La Habana había sido castigada por varias tormentas que transformaron la ciudad en un gran lodazal. Desde entonces no he vuelto a saber de Ludovico Ramírez, pero presiento que su sombra me perseguirá por los siglos de los siglos.

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