El autobús iba levantando polvareda por la serpentina carretera en tanto que mis ojos correteaban hacia los áridos campos y mi alma se lamentaba ante su desolación. De cuando en cuando surgía alguna vivienda ruinosa que testimoniaba un ancestral asentamiento humano en la tierra de los bellos caballos, allí donde las aguas de un lago argentado emergían de la toba cual espejismo matutino. Abatí el asiento y plegué los párpados para quedar a solas conmigo. La paz se incrustó en mi alma y me introduje en un círculo silencioso que desintegró mi cuerpo y mi mente, transportándome al infinito. Un silbido interior me impulsó a abrir los ojos justo cuando el autobús aminoró la marcha. Los conos horadados, que tantas veces había visto en fotografías y reportajes, se asemejaban a habitáculos propios de gigantes.
Aquella era la Capadocia auténtica; la Capadocia cincelada por el tiempo; la Capadocia que había acogido en su seno a hititas, cristianos, romanos, selyúcidas y otomanos; la Capadocia que aún albergaba a campesinos y alfareros kurdos; la Capadocia deseada por turistas y viajeros; la Capadocia de mis sueños.
El autobús se detuvo. De él me apeé para fusionarme con el paisaje, pero regresé aturdida tras sentirme cual hormiga indefensa ante aquellas fabulosas hijas de Vulcano y Eolo.

El autobús arrancó, resurgiendo la polvareda; y unos kilómetros más allá pasó paralelo a unas polifémicas formaciones de toba que, tocadas con sombreros de basalto, raptaron mis sentidos quizás para que creyera en las Chimeneas de las Hadas. Luego enfiló hacia Nevsehir, donde me interné en la ciudad subterránea de Kaymakli, un laberinto de ocho pisos excavado en la roca entre los siglos seis y diez de nuestra era, compuesto de establos, habitaciones, lagares, capillas, chimeneas de ventilación y pasadizos que sus inquilinos sellaban con ruedas de molino para preservarse de los ataques persas y árabes. Las escaleras eran tan empinadas que me vi obligada a descenderlas asiéndome a las paredes y caminé en cuclillas por algunos pasadizos que no superaban el medio metro de altura.
El autobús llegó a Göreme. El sol coloreaba de rosa, salmón, amarillo y ocre algunos montículos de toba ondulada; otros lucían un traje gris, pero todos insuflaron mi alma de gozo tras divinizarse mi mirada. Cerca, el museo al aire libre me mostró varias iglesias excavadas en la roca y decoradas con mosaicos bizantinos y dibujos geométricos de la época iconoclasta, iglesias con nombres tan sugerentes como Hebilla, Manzana, Serpiente, Sandalias, Santa Bárbara, Oscura y Oculta. En una de ellas estaba representada la figura de un ser hermafrodita.
El autobús abandonó Capadocia por la polvorienta carretera, pero mi alma quedó impresa en la toba para que Vulcano y Eolo velaran por ella.
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