El frescor alpino superaba al tímido sol que se asomaba al horizonte de Lucerna aquella mañana de junio en que me apeé del tren procedente de Berna.
Tras salir de la estación, un cosquilleo surcó mi piel al alzarse mis ojos a las nubes y verlas entrelazarse cual guedejas aéreas.
Lucerna, la ciudad de los puentes de madera sobre el río Reuss, de las iglesias cubiertas por tejas color turquesa, de las casas de chocolate, de las bellas murallas, de los montes nevados que se erguían a su espalda, exhaló su aroma de pinos para impregnarme el alma con su savia.

Un telecabina me transportó hasta el monte Pilatus, desde donde contemplé extasiada el lago de los Cuatro Cantones, el lago de Zurich, los Alpes nevados y la propia Lucerna. Luego, el vértigo se apoderó de mí y mi alma se introdujo en un laberinto sombrío que, no obstante, se fue clarificando hasta transformarse en un cúmulo de nubes que coqueteaban con las nevadas cimas.
Descendí de los cielos suizos en el ferrocarril de cremallera más inclinado del mundo, el cual me recordó a las montañas rusas de las ferias. El nudo que se había atado a mi estómago durante el trayecto, se deshizo en cuanto pisé la estación de Alpnachstad.
Me despedí de Lucerna con las pupilas sonrientes y el alma oxigenada, y llegué a Berna alrededor de las diez de la noche, justo a tiempo para unirme a las plegarias ecuménicas que estaban elevando al cielo cientos de personas concentradas en la plaza del Ayuntamiento.
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