Teodula Espinel

La conocí delante de la cárcel de El Coto. Se llamaba Teodula Espinel y acababa de cumplir los veinticinco, pero las arrugas campando por su rostro y el vidrio velando su mirada helaban la sangre. Lucía una dentadura carente de algunas piezas sacadas a trompicones. La melena caoba, peinada hacia delante, le disimulaba las entradas dibujadas en las sienes. Bajo los vaqueros y la sudadera se adivinaba una amalgama de huesos a punto de clavársele en la piel. Mostraba manos de princesa y una voz educada para encandilar a los oídos más refinados.

Tras salir de la cárcel, me topé de nuevo con Teodula Espinel, que lloraba como una Magdalena. Movida por mi sensibilidad, me interesé por ella. Me relató que su compañero, el padre de su hija Celeste, que había caído con sus huesos en la cárcel año y medio atrás, había decidido ignorarlas a ella y a la niña porque se le había metido en la cabeza que le engañaba con otro.

-Mujer, no es para tanto, le dije intentando consolarla. Los hombres no merecen que derramemos una sola lágrima por ellos. Ven, que te invito a tomar algo caliente.

A aquellas horas, la cafetería de enfrente estaba abarrotada de familiares de presos. No obstante, nos sentamos a una mesa que quedó libre al fondo. Tras enjugarse las lágrimas y forzar una sonrisa, Teodula Espinel me contó orgullosa que su novio era el revientapisos más famoso de Gijón. De pronto me vino a la mente la sonada noticia que, tiempo atrás, había rellenado las páginas de sucesos del diario local durante una semana.

-La policía le motejó "el Trepa" por la facilidad con que ascendía por las paredes para acceder a los pisos de los ricachos, añadió satisfecha.

Un resplandor cubrió su mirada al confiarme que había colaborado con él en bastantes golpes. No supe si creérmelo o no, pero al oír los detalles, no me cupo la menor duda.

Ya en la calle, me despedí de Teodula Espinel no sin antes darle mi tarjeta de visita.



Me sorprendió que Teodula Espinel me telefonease con voz temblorosa tres días después. Preocupada, quedé con ella en un bar diez minutos después. Me confesó que era muy desgraciada porque se estaba quedando sin las personas que le infundían la fuerza para seguir luchando.

-No puedo más, me dijo al tiempo que le resbalaba una lágrima por la mejilla. Me han arrebatado a mi hija Celeste, mi única esperanza; sin ella, no sé qué será de mí.

La denuncia de una vecina había llevado a los servicios sociales a hacerse cargo de Celeste. En la copia de la denuncia, que me enseñó sin tapujos, constaba que Teodula Espinel era drogadicta y que estaba incapacitada para educar a una niña de seis años. La pobre estaba desesperada. Según me dijo, hacía tiempo que no se drogaba, pero aquel golpe le estaba debilitando la voluntad.

-Temo caer de nuevo, dijo implorante.

Aquella noche la acogí en mi casa. Se recostó en el sofá y la arropé con la ternura de una madre. Yo acababa de escribir un libro sobre la libertad interior, el cual le había mencionado el día que nos conocimos y, aunque no suelo leer mis cosas a los demás antes de publicarlas, supe que debía hacer una excepción. Teodula Espinel me lo agradeció de corazón.

Por la mañana, mientras desayunábamos, Teodula Espinel rememoró sus correrías desde los doce años. Supe entonces que cuando yo jugaba con muñecas, ella se había fugado de casa con un chico que le doblaba la edad. A los trece parió un bebé, que pasó a manos del Estado sin su consentimiento. Una asistente social se había encargado de todo al tratarse de una menor sin hogar, sin dinero y sin pareja, pues el padre de la criatura tomó las de Villadiego al saber del embarazo. Teodula Espinel abandonó el hospital a hurtadillas y se fue a Barcelona a buscarse la vida. Al quedar sin un duro, decidió pintarrajearse en los aseos de la estación e ir a Las Ramblas a ganarse unas pesetas. Allí conoció a Fulgencio Tresguerres unos días después.



-Estuve cerca de dos años trabajando para Fulgencio en un chalet de Santa Coloma de Gramanet. Los clientes quedaban encantados conmigo, pero a mí me asqueaba aguantar a vejestorios, borrachos e imberbes. El día que me despedí de Fulgencio mi cuenta sumaba más de dos millones de pesetas. 
Recuerdo que salí a la calle y que, por primera vez en mucho tiempo, sentí la libertad recorriendo mis venas. Un taxi me transportó al aeropuerto. Miré el panel de próximas salidas: me daba igual un sitio que otro. En información me dijeron que estaba de suerte porque, a última hora, un pasajero había cancelado su pasaje para el vuelo que saldría hacia Las Bahamas en veinticinco minutos. Volando hacia un lugar de ensueño, me reí del asqueroso mundo que me había mancillado. Permanecí una semana tumbada a la bartola para desquitarme de la tensión acumulada durante los últimos dos años. De Las Bahamas salí hacia Bogotá, en donde entablé amistad con un mulato que quitaba el hipo. Las noches que pasamos juntos en la cabaña que alquilé al lado del mar, las recuerdo como las más fantásticas de mi existencia. He de reconocer que aunque sólo nos uniera el sexo, una magia arrolladora convertía nuestra relación en espiritual, en sublime, en divina. Unos días después tuve que salir del país por motivos profesionales: me habían ofrecido un puesto de relaciones públicas en la discoteca de un hotel con sucursales en varios países latinoamericanos. Tras bajar del avión en Caracas, al coger un cigarrillo del bolso, me encontré con una bolsa de plástico del tamaño de una cassette. Intuí de qué se trataba cuando un anciano se me acercó y me susurró al oído que le entregara la mercancía. Sin rechistar, se la di. Vaya hijo de puta el mulato quitahipo, pensé. A los pocos días regresé a Bogotá, pero no tuve noticias suyas hasta que vi su foto en un reportaje televisivo sobre el narcotráfico; entonces supe que era uno de los secuaces de Pablo Escobar.
-¡De buena te libraste!, le dije.

Como si no me hubiera oído, Teodula Espinel se puso en pie, tomó el último sorbo de café y se despidió con un "tengo que irme".

No supe de Teodula Espinel ni al día siguiente ni al otro. Preocupada, decidí llamar a primera hora al teléfono que me había dado. Una voz femenina me respondió que no sabía nada de su nieta desde hacía tres días.

-Teodula me está matando a disgustos, se quejó la pobre mujer. Esas malas compañías…

Le di las gracias y colgué el auricular. Sobre las siete de la tarde llamaron al timbre. A través de la mirilla pude ver a Teodula Espinel con cara de pocos amigos. No obstante, forzó una sonrisa cuando le abrí la puerta.

-¿Cómo tú por aquí a estas horas?, le pregunté.

-Vengo que trino: la policía no para de acosarme. Precisamente acabo de darles esquinazo a dos mequetrefes vestidos de paisano; espero que no te importe que me hayan visto entrar en tu portal.

-No, dije sin estar demasiado convencida. De todos modos, ven, siéntate; te prepararé algo caliente.


-No te molestes, no quiero nada; sólo necesito desahogar. Eres la única persona en quien confío desde hace mucho tiempo.

-¿Y tu abuela?, dije decidida.

-¡Ah, sí! La pobre me ayuda en lo que puede pero, como comprenderás, a sus setenta y ocho años está para poco. Bueno, a lo que íbamos. ¡Si tú supieras la vida que he llevado desde que me enamoré de "el Trepa"…! Nos conocimos hace diez años en el avión que hacía el trayecto Bogotá-Barajas-Ranón. El subió en Barajas y le tocó sentarse a mi lado. Creo que fue un flechazo porque me encandiló desde el primer momento y, según supe después, yo a él también. Además, el tío estaba muy bueno y tenía clase. A mí siempre me gustaron los hombres bien vestidos y educados. Luego me enteré que venía de Madrid de hacer unos negocios y pensé que podría ser un buen partido. Yo tenía por entonces dieciséis años, pero aparentaba cinco o seis más. El tenía veintidós. Cuando llegamos a Ranón, me pidió el teléfono y me dio el suyo. Resultó que ambos vivíamos en Gijón. A partir de entonces, nos vimos a diario. El estaba estudiando Derecho para seguir la tradición familiar, pero cuando apenas le faltaba un curso para licenciarse, me confesó que aquello no era lo suyo. Un día estábamos de marcha por "la ruta de los vinos" cuando se le acercó un chico con buena apariencia. "Dame las veinte mil cucas o te las verás conmigo", le amenazó. Me quedé sorprendida, pero él me explicó que era una antigua deuda relacionada con un amigo a quien tuvo que ayudar para no dejarle tirado. "Cosas de colegas", me dijo sin darle importancia. Supe que se drogaba por un chaval que estudiaba con él, pero que no le veía el pelo casi nunca. Creo que fue el destino: ¡Mira que ir a ponerme justo al lado de un compañero suyo en una playa tan abarrotada como la de San Lorenzo! El chaval habló del asunto con total naturalidad porque pensó que yo lo sabía. Al darse cuenta de mi ignorancia, se puso rojo como un tomate y en seguida se fue. Yo, como estaba enamorada de "el Trepa", no le di ninguna importancia; es más, al cabo de tres meses, me metí mi primer chute que, por cierto, me supo a gloria. Pronto "el Trepa" y yo nos fuimos a vivir a un cuchitril de una casa en ruinas del barrio de La Calzada. Yo comencé a colaborar con él cuando se especializó en escalada de muros de casas particulares. Con esa técnica logró robar joyas, oro y dinero a manos llenas. Yo me encargaba de darle salida a la mercancía vía aérea: Londres, Roma, Colonia, El Cairo, Malta, Atenas, Estambul, Bogotá, Caracas, México, La Habana, Madagascar, Cabo Verde… Tanto viajé en esa época, que me sería imposible enumerar todos los lugares que me permitieron chapurrear varios idiomas. Así hasta que quedé embarazada. A los veinte años parí una niña preciosa, que llamé Celeste. Ella me alejó durante algún tiempo de aquella vida.

Teodula Espinel interrumpió su relato para sacar una fotografía del bolso.

-Mira, dijo ella.

-Eres tú, ¿verdad?, adiviné mientras pensaba que no parecía ni ella ni su sombra.


Aquella cara de muñeca, con pómulos salientes y ojos almendrados por donde la vida fluía a raudales, contrastaba con el mortecino rostro que tenía ante mis ojos. Nadie diría que un cuerpo de formas cuasi perfectas hubiera pertenecido en su día a la escuálida figura que me escudriñaba sin pestañear. Henchida de satisfacción, me enseñó otras fotos: en bikini, en minifalda, en vaqueros…; una que me dejó boquiabierta, que se había hecho en "La Bodeguita del Medio" cuando estuvo en La Habana en el ochenta y siete. Pero cuando realmente le cayó la baba fue cuando me pasó una en donde posaba con una niña de cinco o seis años.

-Es Celeste hace apenas dos meses, me comentó chispeándole la mirada, aunque flaqueándole la voz. Y añadió: es el último recuerdo que guardo de ella. Luego se levantó y me dijo adiós.

Un día acompañé a Teodula Espinel al dispensario de metadona y a la puerta saludó a un colega suyo a quien se le veían los huesos. Me fijé que tenía la cara escamada, la mirada perdida y la cabeza rapada. Rondaría los treinta, pero parecía un viejo. No pude evitar que un golpe seco hiriera mis entrañas. Además, me cayó el alma a los pies cuando el médico les alargó, con suma frialdad, un vaso de plástico que contenía un líquido amarillento. Lo bebieron de un sorbo y el médico los despachó con un "mañana, más". Salí de allí con un nudo en la garganta que hube de desatar cuando Teodula Espinel me preguntó qué me había parecido su colega.

Jamás olvidaré la tarde en que debía ir a Correos a recoger un paquete urgente. Al abrir la puerta, me topé con Teodula Espinel que acababa de salir del ascensor.

-Tengo prisa, le dije.

-No te entretendré más de cinco minutos, me suplicó.

-Está bien, pasa.


Nos sentamos en el sofá del salón y, sin inmutarse, me pidió prestadas cinco mil pesetas. Ya lo había hecho en otras ocasiones, pero con cantidades más pequeñas: cuarenta duros o quinientas pesetas a lo sumo, que yo siempre le había dado sin rechistar. Como vi que iba más en serio que otras veces, me puse en guardia sin que se me notase demasiado:

-Lo siento, pero eso va a ser imposible porque no tengo ni un duro conmigo.

Ella bajó la cabeza y guardó silencio. De pronto sentí necesidad de ir al baño. Cuando me estaba lavando las manos, me pareció oír sus pasos por el salón. Al principio, no le di importancia, pero luego tuve una intuición. Creo que el miedo me paralizó. ¿Y si me sacaba una navaja? En un santiamén, me quité de la cabeza aquella idea. Ella se acercó al baño para decirme que se iba. La intenté convencer para que se quedase un rato más, pero no hubo manera.

Tras sentir el portazo, fui derecha al salón y allí estaba mi bolso como yo lo había dejado. No obstante, saqué la cartera, la abrí y me quedé pasmada al ver que no estaban las diez mil pesetas que tendría que pagar en Correos si quería hacerme con el paquete que contenía unos libros que necesitaba para mi trabajo. Sabiéndolo ya, aunque sin creérmelo del todo, me indigné de tal forma que salí tras ella. Bajé a la calle y miré en el bar de enfrente. Por supuesto, no había ni rastro de Teodula Espinel. Volví a casa e intenté tranquilizarme fumando un cigarrillo tras otro. Luego opté por llamar a mi amiga Edita porque necesitaba desahogar con alguien. Ella me dijo que lo sentía en el alma, pero que eso me pasaba por meterme donde no debía. Vi que tenía razón, pero no se la di por lo quisquillosa que era. Tras dejarla con la palabra en la boca, pensé en el festín de heroína que se estaría dando Teodula Espinel.

-¡Qué le aproveche!, me dije.

Fue en las Navidades del noventa y cinco cuando me enteré, por un conocido, que ya iba para dos meses que el sida se había cebado con Teodula Espinel mientras dormía en una pensión de mala muerte.


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