La familia

La familia vivía en una casa de unos cuarenta metros cuadrados sin agua ni luz como en tiempos de Maricastaña. Corría la época en que los niños venían al mundo sin querer y sin panes bajo el brazo. Gracias a ello, las familias eran tan numerosas como las ramas de un árbol y los padres se mataban trabajando para llegar a mitad de mes sin un duro. Las madres se pasaban todo el santo día acarreando agua de las fuentes, cocinando sopas de ajo, quitando los mocos a los niños y lavando pañales y demás inmundicias en los lavaderos públicos mientras canturreaban canciones de Antonio Machín, Manolo Escobar o Concha Piquer. 



César y Cesárea formaban un matrimonio bien avenido, pero más pobre que las ratas. Se habían conocido ocho años atrás, durante la fiesta de Rondera, pueblo de donde era oriundo el padre de Cesárea. Antes de seis meses, César y Cesárea se casaban saltándose a la torera las recomendaciones de los padres de ambos, quienes les advirtieron de las calamidades que iban a pasar si seguían encerriscados el uno con el otro. Él era el pinche de un albañil a quien no le faltaba trabajo, pero a quien se le pegaban los cuartos a los bolsillos del pantalón de mahón a la hora de pagarle. Ella sacaba algunas pesetas remendando monos de trabajo para algunas vecinas que, aunque eran tan pobres, o más que ella, no dudaban en pagarle con tal de no doblar el espinazo y de no forzar la vista al ir a enhebrar aquellas agujas de ojos tan pequeños por donde apenas pasaba el hilo.

Siete meses después de la boda, Cesárea paría un retoño tan escuálido que no había cristiano en la familia, por mucho que uno se fijase, a quien poder sacarle la pinta. Las almas lenguaraces se apresuraron a hacer conjeturas sobre esto o lo otro, pero tuvieron que agachar la cabeza cuando, al cabo de dos meses, vieron que el niño era pintado a su padre. A éste le caía la baba cuando alguien le decía que era su vivo retrato, pero también sufría lo indecible al ver que, a pesar de dar el callo con toda su alma, no le llegaba el sueldo para sacarle adelante. Cesárea, como era una mujer muy miradora de los intereses familiares, se rompía la cabeza para estirar el dinero hasta donde podía, pero sólo un milagro les hubiera salvado de las necesidades que soportaban a últimos de mes. Por mucho que ella se esmerase en remendar monos y en mirar por el dinero, y él se deslomase trabajando hasta dieciséis horas diarias, era imposible salir a flote cuando todavía se dibujaban en el horizonte las secuelas de una guerra que sólo había dejado hambruna y desolación a su paso. Aunque hubiesen transcurrido más de doce años, las miradas de los viejos se veían perdidas en la lejanía y las de los niños mostraban la tristeza heredada o transmitida por sus padres. El raquitismo y la caspa se cebaban con los inocentes niños de aquella España de toros y pandereta en donde la falta de libertad se imponía por encima de cualquier necesidad o derecho.

Los veranos en la casa eran un hervidero plagado de mosquitos chupones y moscas perreras. Estas se posaban sobre los escasos alimentos que aireaban en la meseta de la cocina y aquellos campaban a sus anchas olisqueando la sangre fresca del niño de César y Cesárea, a quien picoteaban a cada dos por tres como el más sabroso de los manjares. El pequeño se quejaba de los picores llorando a grito pelado. La madre no tardaba en aparecer secándose las manos en el mandil. El niño dejaba de berrear cuando Cesárea le cogía en sus brazos y le acariciaba con aquellas manos de costurera que parecían de terciopelo.



César siempre llegaba chorreando de sudor. 
Tras el beso de rigor a Cesárea y al niño, no perdía tiempo para quitarse el calor de encima en la fuente de agua fresca y cristalina que había detrás de la casa. Alrededor de las nueve cenaban. Sin haber masticando el último bocado, César se acercaba al bar que estaba pegado a la casa, en donde, para no variar, bebía un chato y jugaba una partida de mus con sus compadres. Cesárea solía acostarse sobre las diez, porque a eso de la una de la madrugada le tocaba darle el pecho a su hijo. César llegaba alrededor de las diez y media, cuando ya Cesárea dormía como un lirón sobre el colchón de borra del catre que tenía la madera con más agujeros que un colador. Algunas veces le apetecía darse un revolcón con ella, pero viéndole aquella cara de ángel, contenía sus impulsos y se contentaba con un beso en la mejilla. Los sábados, en cambio, se restregaban los cuerpos con pasión para sentirse más cerca de esa especie de paraíso que da el amor. Así hasta que el niño dejó de mamar con casi dos años.

Los inviernos en la casa eran como estar en la calle. Por las paredes se filtraba la humedad; y por las rendijas de las puertas y ventanas se colaba el frío por el día y el relente por la noche, hasta dejar la casa como una nevera. Eran aquellos inviernos en que la nieve caía sin contemplaciones y los niños fabricaban muñecos con nariz de zanahoria. En la cama, César y Cesárea, a falta de buenos cobertores, se acurrucaban el uno contra el otro para calentarse a base de besos y abrazos de esos que no hacen rapazos pero que van camino de ellos. Tan calentitos pasaron el invierno que, unas semanas antes de entrar la primavera del cincuenta y cuatro, Cesárea se quedó embarazada con más pena que gloria. Otra boca que alimentar y otro cuerpo que vestir le llenaron el alma de preocupaciones hasta unas horas antes de nacer la niña que había llevado en su vientre con más resignación que amor. Tras el parto, Cesárea quedó tan débil que más de una vecina se apiadó de ella llevándole una taza de caldo de gallina y animándola a levantar cabeza antes de que su marido la volviese a preñar.

Tendría tres años el niño y seis meses la niña cuando César llegó a casa más contento que unas pascuas. Al día siguiente comenzaría a trabajar, con todas las de la ley, en una empresa de construcción en donde cobraría casi el doble por menos horas trabajadas. Como de costumbre, después de cenar, salió a tomar el chato y a jugar la partida, pero cuando Cesárea se levantó a darle el pecho a la niña, César aún no había llegado. Le extrañó, pero tampoco se preocupó demasiado, ya que su marido era una persona responsable.

Cuando se disponía a meter a su hija en la cuna sintió la puerta. Salió a recibirle, pero le cayó el alma a los pies al ver a su marido más borracho que una cuba. Éste fue hacia ella tambaleándose y riendo a carcajada limpia. Cesárea reculó al sentir el apestoso aliento.

 


Pero él, sintiéndose herido en su orgullo, se abalanzó sobre ella para besarla lascivamente. Ella se resistió y, en un abrir y cerrar de ojos, César alzó el puño para luego estampárselo en el ojo derecho. Cesárea quedó atónita ante la violencia de su marido. Sin rechistar, se fue derecha al cuartucho donde dormían los niños y, sin pensárselo dos veces, los cogió en brazos y se precipitó hacia la puerta. Según la radio, acababan de dar las doce de la noche, pero Cesárea prefería dormir bajo un puente, o con el cielo arriba y la tierra abajo, a aguantar los palos de César, por muy marido suyo que fuese. Bastante le importaba a ella que el cura le hubiera hecho prometer ante Dios que seguiría con él hasta que la muerte los separase. César refunfuñó unos segundos pero, como no se tenía en pie, se tiró en la cama y, en un santiamén, cruzó el umbral del mundo de los sueños.

A los tres días, César se enteró, por las lenguateras de siempre, que su mujer se había ido con su hermana Inocencia, quien vivía con su marido y sus cuatro hijos en un hórreo habilitado como vivienda. La vergüenza le corroyó el alma al verse a sí mismo como un energúmeno, pero tardó dos días en pisar su orgullo. Con las orejas gachas, César fue a hablar con Inocencia, quien intercedió ante su hermana para que le diera una oportunidad a su marido. Inocencia llevaba casada seis años y ya había conocido en carne propia los desmanes de su Telesforo cuando bebía más de la cuenta.

Cesárea se puso más seria que una lechuga cuando él le pidió perdón llorando como una Magdalena. No obstante, como su amor era más fuerte que su enfado, no le costó demasiado perdonarlo.

Nueve meses después venía al mundo el tercer hijo de César y Cesárea. El niño no nació con un pan bajo el brazo, aunque sí más robusto que sus hermanos. A pesar de sumarse una boca más a la familia, a César no se le puso nada por delante: el poco tiempo que le quedaba para descansar lo invertía en hacer chollos si quería que su familia llegase a final de mes sin aprietos. A Cesárea tampoco se le caían los anillos por perder algunas horas de sueño remendando monos de mahón.

Tras nacer el cuarto retoño, la familia apenas cabía en la casa. César ya había comprado el material para añadirle un tabique a un cuarto de tres por tres, cuando llegó una huelga que les obligó a apretarse el cinturón como en los viejos tiempos. Al principio, a César se le cayó el alma a los pies, pero luego se armó de agallas para conseguir más chollos en algunas de las pocas casas de ricos de los de entonces. Como no les daba ni para comer, las discusiones se convirtieron en el plato fuerte de cada día. Ellos mejor que nadie sabían que donde no hay panchón, todos riñen y todos tienen razón.


La huelga de la construcción finalizó sin beneficios. Fueron dos meses de penurias, palos, detenciones y encarcelamientos, que no sirvieron más que para quedarse compuestos y sin trabajo buena parte de los colegas de César. Éste se salvó de encontrarse de patitas en la calle gracias a que siempre le coincidían los chollos con el horario de las manifestaciones.

El quinto hijo vino cuando Cesárea no podía ni con su alma. La pobre se había pasado la huelga y el embarazo a medio comer para estirar el poco dinero que César conseguía con los chollos mal pagados y bien trabajados. El niño nació más escuchimizado que una lagartija y, para susto de su madre, dos meses después poco faltó para que se le muriera ahogado a causa de la tos ferina. El sexto hijo nunca llegó porque Dios puso la mano delante. La matriz que le había torcido adrede la comadrona salvó a Cesárea de tener que parir hasta la menopausia, o quién sabe si de morir reventada.

Entre matarse trabajando, comer una o dos veces al día y vivir como sardinas enlatadas, César y Cesárea entraron en los sesenta del seiscientos, los guateques, los peinados cardados y la minifalda. Los años no pasaban en balde para los hijos de César y Cesárea, que crecían a pasos agigantados a pesar de las vitaminas que escaseaban en sus cuerpos. Aquello de "qué tiempo tan feliz, que nunca olvidaré esta canción alegre del ayer…", sonaba a diario en la radio, como también alegraban el verano los acordes de "coge tu sombrero y póntelo, vamos a la playa, calienta el sol…". Eran tiempos de tristeza y opresión, pero la música alegraba el espíritu en todas las casas.

Los prósperos setenta de las viviendas de protección oficial, de los apartamentos turísticos y del Simca 1000 cogieron a los hijos de Cesar y Cesárea en plena juventud. Entre el Bachillerato, el COU y la elección de carrera universitaria, César y Cesárea apenas veían a sus retoños. El furor de las discotecas empezaba a eclipsar a las fiestas de guardar y los canutos irrumpían en las calles y llegaban incluso a las aulas por medio de algunos profesores aficionados a la hierba que, además, compartían la mercancía con sus pupilos como buenos samaritanos. La dictadura daba sus últimos coletazos para darle paso a la transición y al destape. Entre tantos avances, la hija de César y Cesárea se quedó embarazada de un futuro médico de pantalón de piel de melocotón con pata de elefante y zapatos de diez centímetros de suplemento. A César y a Cesárea se les cayó el alma a los pies al conocer a su futuro yerno, pero no dijeron "esta boca es mía" sobre la melena que le llegaba hasta los hombros para no disgustar a su hija que bastante tenía con la carga que habría de soportar.

El nieto de César y Cesárea nació con un pan bajo el brazo gracias al melenudo que, tras la boda, se puso a hacer prácticas remuneradas en la clínica de su tío. Un año después, el padre de la criatura conseguía la licenciatura y, al día siguiente, una plaza fija en la clínica de su pariente. La hija de César y Cesárea se fue a vivir con su marido al apartamento que el flamante médico se compró en el centro de la capital. Además, la joven dio saltos de alegría al saber que la píldora le impediría seguir la rutina de su madre.



Los ochenta fueron muy movidos para César y Cesárea. Entre la operación de corazón, que por poco lleva a César al otro barrio; la boda del hijo mayor, que era perito; la del cuarto, a quien le faltaban dos asignaturas para ser arquitecto; y el amontonamiento del tercero, que se dedicaba a vender pisos y bajos comerciales, a César y a Cesárea apenas les quedaba tiempo para respirar. Como a César lo jubilaron por enfermedad y Cesárea tenía la vista demasiado cansada para seguir cosiendo y remendando, cada invierno preparaban las maletas para irse, uno o dos meses, a Torremolinos o a Benidorm. Aunque no estuvieran tan boyantes como sus hijos, viajaban en avión y se hospedaban en hoteles de tres estrellas.

César, Cesárea y el hijo pequeño -soltero por vocación y maestro para ganarse el pan de cada día- viven desde principios de los noventa en un chalé de trescientos metros cuadrados que construyó el propio César, por cuatro duros, en el solar que dejó libre la vieja casa.

Es el día de hoy que, los hijos de César y Cesárea, se dan más postín que si fueran hijos de marqueses.


Desde Gijón
 
NARRATIVA

VIAJERA

DE

MARIÉN DEL VALLE

¡DISFRÚTALA!

Marién del Valle
 
Relatos de Marién del Valle
 
Relatos cotidianos

Relatos exóticos

Relatos borrascosos

Relatos fabulosos

Relatos esenciales

Relatos hiperbreves

Viajes de Marién del Valle
 
Viaje por Turquía

Viaje por Israel

Viaje por Egipto

esfinge-marien-chiqui.jpg

Viaje por Grecia

Viaje por Italia

rialto3-chiqui.jpg

Viaje por Malta

Viaje por Chipre

Viaje por Marruecos

laboral-chiqui2.jpg

Viaje por España

Pensamientos de Marién del Valle
 
Pensamientos

La voz del alma

Refranero popular
 
A quien madruga, Dios le ayuda.

A Dios rogando y con el mazo dando.

No por mucho madrugar, amanece más temprano.

A mal tiempo, buena cara.

Nunca llueve a gusto de todos.

Año de nieves, año de bienes.

Para qué quiero mis bienes, si no remedio mis males.

No te acostarás sin saber una cosa mas.

Mal de muchos, consuelo de tontos.

La suerte de la fea, la bonita la desea.

La mujer y la manzana tiene que ser asturiana.

A todo gochín le llega su sanmartín.

 
85901 visitantes

Suma tu dicha, resta tu dolor, multiplica tu alegría, pero no dividas tu amor

Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis