Por un beso

¡No sé qué daría por un beso de Angelines!. La pobre se fue al otro barrio sin pena ni gloria. Cada vez que recuerdo sus ojos, su pelo, su cuerpo y su dulzura, mi alma es incapaz de aquietarse.

Mi vida es una película con secuencias interminables de desgracias, sinsabores y decepciones, aunque no debo ignorar los momentos felices que coparon mi mente adornándola de bienestar. A mis hijos, que el de arriba los perdone porque yo no podré mientras sea habitante de este mundo. Siempre fui partidario de lavar las faltas de los demás, pero ahora me cuesta respirar hasta el aire viciado que me rodea. Si la existencia es una cadena, compadezco a quienes les toque ser mis sucesores en amargura, tristeza y demás desasosiegos. Los eslabones que se enganchen a mi cadena, no podrán conocer jamás el paraíso.

¿Pero cómo puede haber personas tan dañinas e inhumanas? El día que lo supe por el hijo de un vecino, apenas podía creerlo. Fue como si hubiera recibido una puñalada por la espalda. Sentí tal congoja en el alma, que me quedé sin habla. Al día siguiente telefoneé a casa de Luisi, la de Cholo, y ella me lo confirmó. La pobre mujer se quedó pasmada al saber como me había enterado.



No me sorprende que me pasen estas cosas porque siempre he sido un pobre diablo a quien la vida le ha dado tantos palos que uno mas no me hará caer en el abismo. ¡Pero qué digo!, esta vez si creo que me hundiré como un naufrago exhausto. Desde que supe la noticia, no he dejado de ir de acá para allá como un vagabundo en plena noche a campo abierto. Además, no puedo explicarme por qué me han hecho esto. Por mucho que intento preguntarme de dónde han sacado tanto odio, no logro hallar una respuesta que me ayude a comprenderlos.

¡Ay, si Angelines levantara la cabeza!. Nos conocimos hace treinta y dos años en las fiestas de Santiago, en Sama de Langreo. La miré, me miró, y lo demás fue pan comido. Seis meses después sonaban campanas de boda. Yo ganaba entonces una miseria -lo justo para ir tirando-, pero veía a Angelines con aquella cara de felicidad, que me daba pena llevarle mis preocupaciones a su inocente alma. Angelines era una bendita siguiendo a rajatabla aquello de "contigo pan y cebolla". Luego vinieron los hijos, uno tras otro, sin que ella dijera ni pío. Tampoco a mí me asustaron tres bocas más que alimentar porque yo era un buen carpintero que sacaba dinero hasta de debajo de las piedras. ¡Qué tiempos aquéllos!.

Pero, ¿qué les pudo pasar para ser tan crueles conmigo?. Por mucho que cavilo, no logro dar en el clavo. ¡Ellos sabrán por qué lo han hecho!. Si yo hubiera sido un energúmeno con Angelines o con cualquiera de ellos…, pero siempre me comporté como lo que soy: comprensivo, respetuoso y sin dobleces. Además, me maté a trabajar para que no les faltase nada. Angelines sabía, y supongo que ellos también, que siempre le entregué la nómina íntegra. Ellos eran lo primero para mí y, por eso, mi único vicio era el trabajo.

¡Cuánto echo de menos a Angelines!. Ella si que era un cacho de pan y no esas víboras por quienes me desviví. Reconozco que tenía que haberme ocupado más de ella. Las pocas veces que me lo reprochó, le dije y me dije que lo intentaría, pero a los cuatro días yo volvía a las andadas como si tal cosa.

-Quiero hablar contigo, me dijo un día Angelines.

-Habla, le contesté mientras me sentaba con parsimonia.

-¡Necesito libertad!.

Aquellas dos palabras de Angelines se grabaron en mi mente para desgarrarme el alma a dentelladas y retumbaron en mis oídos durante los segundos que tardé en reaccionar.

-Bueno, respondí sin inmutarme.



Veinte años juntos cargados de proyectos, alegrías y tristezas no se podían tirar a la basura de un día para otro, pero si no quedaba otro remedio, no sería yo quien la obligase a aguantarme por más tiempo. Al día siguiente ya no volví a casa. Aun así seguí trabajando como un burro para que mis hijos no pasasen estrecheces, y cuando la empresa me trasladó, mis hijos recibieron cada mes su sustento por giro postal.

El otro día me decía una pareja, a quien abordé por la calle para pedirle una limosna, que había sido demasiado conformista renunciando a todo. En realidad lo hice porque los niños eran pequeños y no quería darles mal ejemplo. En aquel momento no me arrepentí en absoluto de la decisión tomada, pero ahora no sé hasta qué punto habrá merecido la pena dar mi vida por ellos. ¡No, si el mundo no está hecho para los tontos de capirote como yo! 

Recuerdo que, poco antes de separarme de Angelines, mi hermano Tomás vino a verme al trabajo. Estaba desesperado porque necesitaba doscientas mil pesetas para que no le embargaran el coche. ¿Cómo iba a permitir que se quedase sin coche y perdiese su trabajo de vendedor de máquinas electrónicas? Sin pensármelo dos veces, le pedí permiso al encargado para salir al Banco. Ni el mono manchado de barniz me impidió que mi hermano tuviera las doscientas mil pesetas. Cuando Angelines lo supo, se enfadó conmigo por no habérselo consultado. Reconozco que actué mal al no tenerle en cuenta su opinión. Es el día de hoy que no hay ni rastro de las doscientas mil pesetas.

Estaba mi padre ingresado en el hospital, a punto de morir de un edema pulmonar, cuando mi madre me entregó un paquete atado con una cuerda. Dejé el paquete sobre la mesa de la cocina y salí pitando hacia el hospital. Me impresionó ver la mirada de aquel hombre que se debatía entre la vida y la muerte.

-¿Cómo te encuentras?, le susurré casi al oído.

-Me muero, me dijo con una entereza impresionante.

-¡Qué va!, le contesté.

-Ya sabes lo que tienes que hacer con el paquete que tu madre te entregó, fueron sus últimas palabras.

Al día siguiente desembalé el paquete y me encontré una cartera roída por la humedad. Dentro había un millón de pesetas. Ni un duro me quedé. Media hora después mi madre era un millón más rica gracias a la cuenta que le abrí a su nombre. A los dos días me fui de casa de mi madre porque no había cristiano quien la aguantase con tanta cantinela sobre mi separación.

Mi madre y mis hermanos se avergonzaban de que yo estuviera separado. Por eso no me invitaron a la boda de mi sobrina Edita, que se casó tres meses después de habernos separado Angelines y yo.


Estuve trabajando alrededor de un año en Santander. De cuando en cuando llamaba a una vecina de Angelines para preguntarle por mis hijos. Una vez finalizado el contrato, regresé a Asturias. Una pensión de mala muerte en Gijón fue mi casa a partir de entonces. Desde allí, el primer domingo de cada mes, me acercaba hasta Sama para ver a mis hijos. Yo quería que mi hija mayor estudiase Derecho, pero le respeté su decisión de sacar la carrera de Música. Debo reconocer que hoy es una de las mejores profesoras del Conservatorio de Música de Oviedo.

Angelines era una buena mujer que se desvivió por nuestros hijos con una fuerza sobrehumana. Por eso jamás le reproché nada a pesar del daño que me causó al separarse de mí. Cada vez que lo pienso, no sé qué pudo pasársele por la mente para echar por tierra dos décadas en común. No obstante, soy incapaz de guardarle rencor. ¡La amé tanto!. ¡Qué más quisiera yo que poderla resucitar para decirle que la necesito más que nunca!. Ahora que los hijos son mayores y tienen su vida, qué bien estaríamos los dos juntos.

Tengo cincuenta y cinco años y he perdido el rumbo por completo. Hace unos dos años, el jefe de la empresa de contratas me dijo que había poco trabajo y que, para prevenir la quiebra, tendría que prescindir de algunos carpinteros, entre quienes me encontraba yo. El mundo se me echó encima al quedarme en paro a mi edad. Fue la primera vez que bebí como un cosaco.

Días después levanté cabeza y, con los escasos ahorros que tenía, saqué un billete de tren a Barcelona. Allí contacté con un antiguo compañero de trabajo que estaba en mi misma situación y ambos decidimos irnos a la vendimia a Francia. Fueron tiempos duros, pero al menos pude salir a flote. Algunos meses después volví a Asturias con algo de dinero pero con el alma machacada por los golpes de la vida. Para entonces ya estaba alcoholizado y nadie quería contratarme. El dinero duró menos que un caramelo a la puerta de una guardería. Por primera vez fui consciente de lo triste que es verse sin dinero y sin casa, pero sobre todo sufrí mucho al saber que estaba solo en un mundo lleno de gente. De la noche a la mañana me convertí en un vagabundo que igual dormía con el cielo arriba y la tierra abajo, que entre drogadictos, que en el albergue municipal. Jamás hubiera imaginado que yo, el carpintero de Sama, tan trabajador y lleno de vida, me vería mendigando para poder llevarme algo de comida a la boca y pagarme una pensión.

 



Cuando les conté parte de mi historia a dos policías que me detuvieron por dormir en un banco del parque, ambos me animaron a irme a mi casa de Sama, en donde aún viven dos de mis hijos. Y digo mi casa porque no hay ningún papel que diga lo contrario. Angelines y yo nos separamos de mutuo acuerdo, pero sólo de palabra. Así que tengo derecho a vivir en mi casa al igual que ellos. Y si no están a gusto, que aprendan a ponerse. Creo que seguiré el consejo al pie de la letra porque estoy harto de volcarme en los demás, los mismos que luego me dan la patada como a un perro.

¡Qué razón tenía la pareja que cogí por banda el otro día tras pedirle una limosna!. He sido un pobre diablo a quien la vida le ha dado más golpes de los que merecía por culpa de su buena fe. Cuánto les agradezco a aquel chico y a aquella chica que escuchasen el clamor de mi alma con tanta paciencia. Creo que estuve desahogando mis penas más de dos horas que me sirvieron para recuperar el coraje que había perdido por el camino sin darme cuenta. Ellos, al igual que los policías, me dieron la energía suficiente para regresar a mi casa.

-Lo haré, les dije con una sonrisa que hacía tiempo que había perdido.

Estaba tan feliz que no sé cuántas veces les agradecí su compañía e interés. Ese día comprobé que, aunque haya gente mala en el mundo, también uno se encuentra de vez en cuando con personas que merecen la pena. Ellos me dieron a entender que estuviera donde estuviera Angelines, seguro que se alegraría de verme de nuevo en casa. Supe que era cierto porque ella siempre me había querido mucho a pesar de todo. Me emocioné tanto que comencé a llorar como una Magdalena sin importarme que estuvieran delante aquellos jóvenes que me comprendían mejor que la propia familia.

Mi alma dejó de clamar al cielo cuando crucé la puerta de mi casa de Sama. Mis hijos se quedaron de piedra al verme sentado en el sillón orejero preferido de Angelines. En ningún momento se disculparon por no haberme llamado para el funeral de Angelines. Antes de tres meses, me llegó la pensión de jubilación que tenía solicitada por los años trabajados. Agradecí más aquellas sesenta mil pesetas que todo el oro del mundo. Pero Angelines seguía sin apartarse de mi mente. Era como si su alma estuviera viva para estar conmigo a todas horas. ¡No, no estoy loco!. Quizás no haya estado tan cuerdo en mi vida, pero por un beso de Angelines daría la vida entera.


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