El tren de madera

De pequeña me encantaba viajar en aquel tren donde íbamos como sardinas enlatadas. Ver el paisaje moverse al son del traqueteo de los vagones que no cesaban de crujir, me ayudaba a soñar con héroes de leyenda que paseaban a caballo por los verdegales que corrían ante mis ojos. Si miraba al cielo, las nubes, sobre todo si eran blancas, me permitían descifrar los misterios que escondían bajo sus mantos de algodón: unas veces se parecían a ángeles, otras a monstruos fabulosos como los que salían en los cuentos. Además, saber que vería el mar cuando se detuviera el tren en Gijón, era como alcanzar el paraíso. Corrían los tiempos en que las playas se abarrotaban de familias numerosas que llegaban cargadas hasta la cabeza con bolsones repletos de fiambreras, aceites solares, toallas, mudas y juguetes para pasar el día disfrutando de un sol intermitente. Yo solía jugar con mi hermana Regalina, un año mayor que yo, a las raquetas que nos habían traído los Reyes. También me gustaba zambullirme en el mar y saltar las olas que me cubrían entera. Por la tarde recogíamos los bártulos y nos dirigíamos a la estación a pie. El tren de madera esperaba paciente a que subiéramos y nos acomodásemos en sus asientos, y a lo largo y ancho de los pasillos hasta que no cupiera un alma más. Luego arrancaba para ir devolviéndonos a nuestros orígenes. Así, un año tras otro durante todos los domingos de julio y agosto que veíamos asomar el sol.


Acababa de cumplir yo doce años, cuando mi padre, que trabajaba de minero en el pozo Mª Luisa, quedó enterrado junto a dos compañeros a quienes sacaron con los pies por delante dos días después. Mi madre, hundida por la pena, tuvo que ser ingresada en el psiquiátrico de La Cadellada. Mi tía Antolina se ocupó de mi hermana y de mí.

Dos meses después, mi tía, mi hermana y yo llegamos a la estación a las seis y cinco de la madrugada. En la sala de espera había dos hombres: uno dormitaba sentado y el otro permanecía ante la taquilla fumando un cigarrillo. Mi hermana y yo nos sentamos lejos de la puerta para evitar el relente de la noche. Mi tía quedó de pie cerca de nosotras sin abrir la boca. A las seis y veinte en punto, el pitido del tren de madera nos despegó del asiento.

Por ser la primera vez que viajaba de noche, me asusté un poco al mirar por la ventanilla y ver sólo oscuridad. Pero a menudo que mi vista se fue acostumbrando, de cuando en cuando pude vislumbrar en la lejanía algunas luces que me ayudaron a centrarme en aquel paisaje que invitaba a toparse con trasgos y cuélebres.


Llegamos a Gijón sobre las siete y media. Mi tía nos condujo por una calle bastante iluminada, pero luego nos adentramos en una callejuela en donde varios gatos corrían tras unas ratas enloquecidas. Al final de la calle, mi tía se detuvo ante un edificio que parecía del siglo pasado. Llamó a la puerta con un picaporte de hierro en forma de mano y, al cabo de unos segundos, apareció una monja con cara de grifiera.

Tras pasar una temporada sumida en un mutismo que preocupó a más de una monja, me convertí en una niña dicharachera que sólo pensaba en bailar al ritmo del tocadiscos que ponían las mayores durante las horas de ocio. También solía burlarme de las monjas leyendo novelas de Martín Vigil en vez de preparar los deberes del día siguiente. Recuerdo que me sentaba en el último pupitre y cuando la monja se acercaba, escondía la novela de turno en el cajón y sacaba el libro o el cuaderno de las tareas. No obstante, la suerte me acompañó durante aquellos años, porque aprobaba sin apenas estudiar.

Cada quince días, mi hermana y yo pasábamos el fin de semana en casa de mi tía Antolina. El primer sábado que salí del colegio aspiré como nunca el aire matutino que, aunque garabateaba la piel sin compasión, me daba la vida que me faltaba en aquella cárcel sin barrotes. Mi corazón se henchió de satisfacción al caminar hacia la estación donde me esperaba el tren de madera que me llevaría lejos del Gijón de mis desgracias.


De lejos, el tren de madera parecía de cine sobre su camino de hierro, pero tras ocupar uno de sus asientos, las posaderas quedaban cuadradas en un santiamén.

Estábamos llegando a La Felguera cuando me fijé en el castillete de El Candín, toda una amalgama de hierros en forma de torre que pertenecía al pozo minero que siempre había estado ahí, pero que por vez primera llamó mi atención. Quizá la muerte de mi padre, me estuviera ayudando a ser consciente de que en aquel lugar cientos de hombres se jugaban la vida a diario a cambio de cuatro duros que no les llegarían a fin de mes. Las lágrimas resbalaron por mis mejillas al imaginar a mi padre bajando a las entrañas de la tierra durante casi veinte años para ganar el pan de cada día picando carbón, para acabar despachurrado bajo el entibado que sujetaba el techo de la mina.

Vista desde el tren, la estación de mi Sama natal me pareció tristona. Hasta entonces nunca me había fijado en la negrura de su suelo y mucho menos en aquel entorno repleto de casas con fachadas impregnadas de hollín.

El fin de semana pasó sin pena ni gloria: entre hacer los deberes, ayudar a mi tía en las faenas de la casa, e ir a misa como mandaban los cánones, Regalina y yo apenas tuvimos tiempo de jugar a la lotería de cartones y bombo que le había regalado su madrina al cumplir los trece.



El lunes, cuando estábamos desayunando a las seis de la madrugada, mi tía nos comunicó que tendríamos que ir solas a la estación porque no le daba tiempo a acicalarse. Sentí una especie de gusanillo corroyéndome el estómago, pero recuerdo que dije: "No te preocupes, que nadie nos comerá".

Los diez minutos que separaban la casa de mi tía de la estación, Regalina y yo fuimos asidas de la mano para ignorar el miedo que nos atenazaba el cuerpo.

A las seis y veinte en punto subimos al tren y, tras acomodarnos, me dormí. Cuando desperté, alcé los párpados y mis ojos se toparon con los de un chico rubio de ojos azules que me miraba embobado. Aunque me causó gracia ver a su lado a un chico moreno bostezando, seguí más seria que una lechuga.

Los fines de semana que quedábamos en el colegio, las monjas nos permitían salir de paseo, aunque en grupo y ataviadas con el uniforme de fiesta, que consistía en un vestido blanco y azul marino con corbata a juego. Solíamos ir al parque de Isabel La Católica, aunque de cuando en cuando hacíamos una escapada en autobús hasta La Providencia para tomar unos chorizos a la sidra o unas costillas en uno de los merenderos que rodeaban la ermita de la Virgen homónima.


Semana sí y semana no, a pesar del sufrimiento que embargaba mi alma por verme presa en aquel internado, sólo me consolaba la idea de poder viajar en el tren de madera hacia la libertad que sentía durante los fines de semana en casa de mi tía, libertad que, aunque no fuera la panacea, al menos me facilitaba la búsqueda de mí misma a través de las novelas que leía en el dormitorio que compartía con mi hermana Regalina. Al viejo tren de madera también le debo la ilusión que anidaba en mi pecho durante los quince días que pasaba sin ver al rubio de ojos azules. Aunque no estuviera enamorada de él, necesitaba creérmelo para poder soportar la monotonía del internado.

Mi madre abandonó el hospital psiquiátrico cuando yo tenía quince años. Mi hermana y yo subimos al tren de madera cargadas con las maletas que se habían apolillado en el desván del colegio, las mismas que guardaban, al igual que nuestras almas, los lúgubres recuerdos de aquellos años.


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