Noches de terciopelo

Ya va para quince días que regresé de Colonia y no me puedo quitar de la cabeza a Rodobaldo do Nascimento, el mulato que estaba para quitar el hipo. No es que me haya enamorado de él, sino que la belleza del brasileño me deslumbró en cuanto le vi en la discoteca que me había recomendado el recepcionista del hotel para celebrar la despedida de mi estancia en la ciudad alemana. 

La discoteca no era gran cosa: un local como de unos cincuenta metros cuadrados, con una pista de baile donde cabrían diez personas a lo sumo y una barra tan minúscula que el camarero apenas podía moverse; los sofás biplaza, que estaban pegados a la pared, sumarían en total una docena; dos alargados espejos, incrustados en las columnas de la pista, decoraban el conjunto. No obstante, me sentí a gusto en aquel ambiente donde se respiraba una paz paradisíaca y en donde las voces eran susurros. Me apoyé en la barra para pedirle al camarero, en un alemán chapurreado, una cerveza negra, que me sirvió en un vaso alto y angosto con dos caballos estampados que simbolizaban la marca de la bebida. Luego miré hacia la pista y me fijé en un mulato que meneaba las caderas al son de un merengue no apto para puritanos. Me sorprendió que utilizase su cuerpo con tanta soltura y erotismo en un lugar público (yo, en su lugar, me habría muerto de vergüenza). Miré alrededor, esperando ver otros ojos puestos sobre él, pero me quedé de piedra al comprobar que nadie le hacía el más mínimo caso. El ridículo que sentí no fue óbice para que yo continuara admirando la cuasi perfecta figura de un hombre que parecía estar emparentado con alguna divinidad griega. Se ve que el mulato se percató de mi presencia porque, sin dejar de bailar, me echó una ojeada al tiempo que me dirigía una sonrisa que me permitió verle sus blanquísimos dientes.



Nadie diría que a Rodobaldo do Nascimento no le había quedado más remedio que buscarse la vida desde los seis años, cuando decidió abandonar el hogar familiar en donde los gritos y el no poder llevarse nada a la boca eran el pan suyo de cada día. Me lo contó tras saborear juntos las mieles del amor en su pequeño apartamento, próximo a la catedral. Su cara de niño bueno y su cuerpo de seda salvaje eran más propios de un señorito que de un hijo de la miseria y de la calle. Sus refinados modales, unidos a su facilidad para los idiomas, trastocaban por completo la idea que yo tenía concebida en mi mente sobre los pobres diablos que carecían de todo. Rodobaldo era un tío alucinante, desconcertante, intrigante… pero, sobre todo, su mirada caoba estaba rodeaba por un hálito de misterio que envenenaba mis sentidos cada vez que me topaba con ella. Fue la primera vez que yo pagué por una noche de placer -quizás fuese una locura- pero no me arrepiento en absoluto porque ese día descubrí los pliegues que permanecían adormilados en mi cuerpo y en mi alma. Hasta entonces yo había vivido anquilosado en el pensamiento ortodoxo que prohíbe a los hombres mezclarse con maricones y chaperos. ¿Quién iba a decirme a mí que un ejecutivo, tan conservador como yo, caería encantado en las redes de un Adonis carioca? Si mi novia lo supiera -ella que va por la vida de modosa y remilgada y hasta presumiendo de novio entre sus obsoletas amigas- se echaría las manos a la cabeza y, tras ponerme verde, no me miraría más a la cara. Pero, ¿cómo me habré fijado en una mojigata como Ramilda habiendo tantas mujeres en el mundo? Probablemente me haya tenido que ocurrir esto para darme cuenta que la vida es algo más que mantener las apariencias yendo atrincherado en el carruaje de la corrección impuesta. Creo que fue una burla del destino, porque he de reconocer que jamás disfruté tanto del amor como la noche de Colonia. Yo siempre había creído que los homosexuales eran unos degenerados o unos viciosos que necesitaban verse reflejados en el otro para fortalecer su ego; ahora, en cambio, creo que, cuando el amor o la atracción llaman a la puerta, la frontera del sexo se desvanece para dar carta blanca a esas sensaciones que le elevan a uno por encima de sí mismo. No es que yo me tuviera por homosexual, pero era obvio que había descubierto en mí una faceta hasta entonces ignorada, la misma que había llegado a criticar en un amigo de quien se rumoreaba que había tenido experiencias similares.                    

Recuerdo que, cuando llegué al aeropuerto de Ranón, respiré hondo como invitando al aire a limpiarme toda la maleza que se había arraigado en mi interior a lo largo de mi vida, una vida que había estado repleta de un saber estar, pero también de una nimiedad que selló mis sentidos para que viera sólo aquello que los demás querían que viese. Ese día tuve la certeza de que acababa de abrir los ojos al mundo que me había estado vetado durante treinta años. Fue cuando me di cuenta que me habían educado para ser un niño grande y para vivir de puertas afuera, sin preocuparme de las necesidades que podrían ir brotando de mi interior. Algo me impulsó a volverme hacia el avión y, sin reprimirme, le besé el casco de acero y le dije adiós en señal de rebeldía. (Bastante me importó que algunos pasajeros me mirasen como a un bicho raro). No era lo mismo que dárselo a Rodobaldo, pero me pareció la mejor forma de liberarme.


Los primeros días apenas pegué ojo: la imagen de Rodobaldo se incrustaba en mi mente tanto si estaba despierto como si me quedaba adormilado. Aquel cuerpo caoba, tan musculoso como suave, y aquellos ojos, que habían embelesado mis sentidos, se entremezclaban entre la realidad y la utopía que me impedía diferenciar el sueño de la vigilia. Ramilda me encontró algo raro (me lo dijo en cuanto me vio) pero lo arreglé diciéndole que el Congreso Mundial de Ejecutivos había sido tan intenso que apenas pude descansar; es más, se creyó a pie juntillas que no tuve ni tiempo para conocer Colonia. Después de todo, me quedé a gusto viéndola convencida de cuanto le acababa de decir. En realidad, me admiraba tanto que jamás hubiera dudado de mi palabra. Es extraño, pero no sentí remordimientos ni nada que me pudiera inquietar; muy al contrario, una satisfacción recorrió mis entrañas como pretendiendo reflejar esa sonrisa que sólo es auténtica cuando brota del alma. Ella quizá pensase que me alegraba de verla porque me besó sin ruborizarse tanto como otras veces. Respecto a nuestra relación (y eso que llevamos cuatro años de noviazgo) es anodina y carente de entusiasmo. El amor lo habremos hecho unas veinte veces, o probablemente menos; y siempre he tenido que ser comprensivo y atenerme a sus condiciones: “Que si eso no lo hago (refiriéndose a cogerme el falo), que si me da vergüenza que me veas desnuda, que si a mí me educaron para ser una señorita de bien, que si esto, que si lo otro”. ¡Dios mío!, cuántos caprichos le he consentido. No sé cómo he sido capaz de aguantarme cada vez que se ha negado a hacer el amor conmigo o me ha dejado insatisfecho (al tonto de mí nunca le dio por buscar el amor en otro sitio hasta que Rodobaldo me lo propuso). ¡Ay, Rodobaldo! ¡Qué hombre! ¡Qué cuerpo! ¡Qué aroma! ¡Qué delicadeza! ¡Qué polla! Ahora, al menos, guardo un bonito recuerdo de una noche de amor que me hizo volar por encima de las nubes gracias al impulso que me dieron las alas de mi libertad. 

Por fin he comprendido que la libertad no consiste en hacer cuanto uno desea, sino en dejarse llevar por la corriente de ese río que mueve la vida de cada uno y que, aunque se desborde de cuando en cuando, es el único que puede despertar nuestra alma. 

 
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