La colina de las sombras

Desde la azotea de la gran ciudad se veía, gracias a la luna llena, la angostura de las callejuelas repletas de jacalitos construidos con barro y cartones. Muy cerca del arrabal se encontraba la hacienda del cacique de Cantopa, don Luis Ferrería.

Al amanecer, las mujeres se dirigían con sus cántaros a la cabeza hacia el manantial que distaba de Cantopa una hora. El agua que podían transportar era separada en tres cuencos: uno destinado al aseo, otro a cocinar y el tercero a hacer la colada.

Los hombres, tras tomar su ración de frijoles, emprendían el camino hacia las plantaciones de café, propiedad del cacique don Luis, y se resignaban a trabajar de sol a sol hasta la extenuación, que soportaban visitando la cantina de Emilio y emborrachándose con tequila adulterado.



Algunos niños caminaban tres kilómetros para acudir a la escuela del pueblo vecino, una casa de adobe sin más mobiliario que un banco de piedra. El maestro se sentaba en una caja de madera y la mesa consistía en una tabla colocada sobre una peana de madera. Otros preferían hacer novillos y callejear por Cantopa en busca de algo que llevarse a la boca.

La esclavitud de los habitantes del poblado se reflejaba en sus semblantes, ajados por el sufrimiento y la opresión. Su piel tenía el aspecto de tierra demasiado surcada, casi estéril. Tras sus miradas se escondía la rabia y la impotencia que habían venido arrastrando desde tiempo atrás. Las manos de la mayoría estaban endurecidas por callosidades de color amarillento. Sus cuerpos eran menudos debido a la desnutrición y al excesivo trabajo. Su fortaleza interior, en cambio, era indestructible, porque llevaban en sus genes la herencia de sus ancestros, un pueblo guerrero que no se dejaba amilanar.

A las diez de la mañana del día de la fiesta del santo de Cantopa, las callejuelas estaban desiertas. En los alrededores de la ermita no se oía ni un murmullo. El párroco esperaba a sus feligreses para celebrar la misa en honor a san Romualdo. Salió a la puerta y, de pronto, oyó disparos seguidos de un gran alboroto. Agudizó el oído y supo que provenían de la hacienda del cacique don Luis. Se acercó y, escondido tras unos matorrales, vio como los cantopanos, armados con fusiles, instaban al cacique, a su familia y a los sirvientes a desalojar la mansión. Ante la resistencia de don Luis, uno de ellos le tiró al suelo de un empujón. Los demás miembros de la familia obedecieron sin rechistar y algunos de los sirvientes, que vivían en Cantopa, se unieron a los alzados.

Desde su escondite, el párroco pensó en la esclavitud, crueldad y miseria a la que estaban sometidos los cantopanos por don Luis. Quizás, por eso, aunque su religión prohibiera matar, creía en las guerras justas, esas donde las personas se sienten impotentes ante la opresión y el latrocinio de los caciques.


Los cantopanos caminaron hacia la colina. Con sus fusiles encañonaban a la familia que se había apropiado de sus tierras y asesinado su cultura.

Llegaron a la cima de la colina, desde donde se percibía a la legua la diferencia de clases. Un cantopano obligó a don Luis a mirar hacia abajo y luego le escupió en la cara toda la rabia contenida.

Tras vendar los ojos a sus opresores, los cantopanos prepararon sus fusiles y formaron un batallón. Ni el llanto ni las súplicas de la familia de don Luis ablandaron el corazón de los cantopanos.

Los cantopanos dispararon al unísono, cayendo los cuerpos de sus víctimas en medio de un gran charco de sangre. Cantopa, como Fuenteovejuna, había resucitado.

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