La limpiadora

Se llamaba Erundina, tenía veinte años y trabajaba en la empresa Chorros del Oro. El día de su iniciación como limpiadora llegó a las seis menos cuarto de la madrugada a la oficina donde le esperaba Segismundo, el encargado, para transportarla en su furgoneta a una central eléctrica. A las seis y diez, a esa hora en que la ciudad duerme bajo las luces de neón y las ratas campean a sus anchas, ya estaba ella limpiando el polvo del carbón que se colaba por las rendijas de puertas y ventanas de las oficinas. El cuarto de aseo, una gran extensión repleta de duchas grisáceas, cuyos azulejos mostraban en sus juntas un buen grosor de cal ennegrecida, era una guarrería. En la sala de control, los técnicos vagueaban leyendo el periódico y parloteando mientras ella limpiaba sus inmundicias sin levantar cabeza.



Tras llegar a casa, Erundina se percató de la hinchazón de sus manos y pies. El duro trabajo, en simbiosis con el calor, habían transformado sus extremidades en hogazas de pan. Esa noche apenas pegó ojo.

Erundina se levantaba a las cuatro y media de la madrugada para tomar el autobús una hora después. Tras apearse, caminaba un kilómetro desde la parada hasta la central mientras acorazaba su alma ante la noche solitaria. Acompañada de su sombra, solía rezar el Padrenuestro y la Salve aunque fuera una fementida.

Una madrugada, al bajar del autobús se percató de la lobreguez que presidía la calle. Ni una farola le daba luz. Su primera intención fue recular, pero se armó de valor y, con paso firme, se adentró a ciegas en la calle mientras se encomendaba a todos los santos. A unos cien metros de la zona iluminada, oyó pasos y voces masculinas. Le flaquearon las piernas, pero decidió ir hacia la luz. Al rato se hizo el silencio, pero cuando las voces llegaron a sus oídos intensas e hirientes, por poco le da un infarto. Tras llegar a la central y ver las caras de sus torturadores psicológicos, se indignó. Eran tres empleados de la empresa Chorros del Oro.

Un mes después destinaron a Erundina a la chimenea de la central eléctrica que, a modo de vigía, controlaba la ciudad. Muchas veces había visto salir humo del orifico que se angostaba en su cima, pero jamás se había fijado en la altura de aquella mole que tenía ante sus ojos. Accedió a su interior y se centró en la verticalidad de la escalera que la conduciría al ático. No pudo reprimir un escalofrío. Las ranuras entre los peldaños de hierro parecían estar hechas a propósito para dar un traspié y romper la crisma. Dudó un rato. Luego cogió el caldero, la escoba, la fregona y el bolsón de la basura y, sin poder asirse al pasamanos, fue ascendiendo sin mirar ni atrás ni abajo. Respiró hondo al llegar a la cima. Tras limpiar el polvo del carbón, que se le metía por la nariz impidiéndole respirar, salió a una atalaya desde donde oteó los tejados y terrazas de las viviendas que amueblaban la ciudad. Los automóviles parecían de juguete, las personas se asemejaban a hormigas faenando de acá para allá y los árboles del parque le recordaron a los artificiales abetos navideños. Se quedó embobada contemplando la insignificancia de la ciudad que tan grande parecía desde abajo.


En la central eléctrica, Erundina vio la resignación y la amargura surcando los rostros de sus compañeras, unas mujeres que dejaban sus riñones a cambio de cuatro duros que no les llegaban ni para alimentar a sus hijos, aunque también conoció la insolidaridad y la envidia en alianza con las delaciones a favor del poder dominante.

Un domingo al mes Erundina limpiaba discotecas de pavimento resbaladizo en donde más de una vez estuvo a punto de besar el suelo, así como cafeterías con la moqueta embadurnada de restos de bebidas y repleta de cáscaras de pipas que ni la aspiradora podía absorber. Erundina se acordaba de todos los santos habidos y por haber y de la gente que el día anterior se había divertido charloteando y riendo sin pensar en ella.

Al cabo de tres meses trasladaron a Erundina a un pozo minero situado en un poblacho adonde no llegaba el autobús urbano. Así que, o iba en taxi, o hacía a pie los nueve kilómetros distantes. Conque no le quedó más remedio que hablar con el graduado social del pozo para que le expendiera un carnet de empleada de la empresa minera.

El autobús de los mineros traqueteaba, contaba con asientos de plástico descascarillado y ventanas polvorientas. La tristura impresa en la mirada de los mineros, copó la mente de Erundina punzándole el corazón y desprendiéndole la venda de los ojos para ver el alma de los mineros repleta de angustia, de miedo, de amargura y de resignación.

Las oficinas del pozo minero copaban un edificio de dos plantas levantado a mediados de siglo. La planta baja albergaba la sección administrativa, repartida entre una sala con una decena de mesas con sus respectivas máquinas de escribir, y el cuarto de archivo, siempre repleto de papelotes que servían de alimento a las ratas y a sus retoños, como pudo comprobar Erundina mientras limpiaba una estantería de madera y oía unos chillidos. Reculó y, en un santiamén, un ratón saltó al suelo y corrió despavorido hacia el bajo de un armario.



Se le erizó el vello al comprobar que la advertencia de uno de los oficinistas no era cuento de risa. Al ir hacia la puerta, vio tres crías chupeteando unos polvos de raticida, y el asco se asentó en sus entrañas. Sin dudarlo, alzó la escoba y la volcó con saña sobre los ratones, que echaron a correr. Embriagados de raticida, la huida resultó vana, pues Erundina los atrapó y convirtió la bolsa de basura en su tumba.

En la planta superior se distribuían los despachos remozados de los ingenieros y peritos, que no obstante conservaban su aspecto arcaico con techos de tres metros, pavimento de terrazo y escalera de mármol.

El botiquín del pozo era un edificio de planta baja dividido en cuatro dependencias: la sala de curas a la entrada; a la izquierda, un dormitorio con una cama cubierta por una colcha a cuadros; a la derecha, se divisaba un baño tan reducido que los sanitarios casi se rozaban; tras la sala de curas, un cuchitril con un agujero en la pared servía de refrigerador de medicamentos y de almacén de productos y utensilios de limpieza. Un día, el practicante de turno, que era muy bromista, le dijo a Erundina que no entrase en el cuchitril porque había una culebra enorme, pero ella se lo tomó a broma y abrió la puerta: una culebra de piel marrón, de al menos dos metros de longitud, se arrastraba por el suelo del cuartucho. Erundina salió en el acto dando un portazo y fue con el practicante a avisar a los trabajadores de la fragua. En un santiamén, se personaron en el botiquín dos forjadores provistos de barras de hierro candente. Erundina aguardó afuera. Los forjadores aparecieron poco después con el reptil enrollado en uno de los hierros; el otro se lo clavaron con energía hasta que dio el último coletazo.

Tras dos meses limpiando en el pozo minero, uno de los peritos invitó a Erundina a conocer la mina. Al cabo de cinco días, enfundada en un mono azulón y calzada con botas de reglamento, se dirigió a la lampistería para que la proveyeran de casco con lámpara incorporada y subió a la oficina del ingeniero para fichar su entrada a la mina. Bajó las escaleras sintiéndose extraña ante la mirada de soslayo de unos trabajadores externos. Afuera la esperaban el perito y tres mineros. Caminó a su lado hasta la jaula que los conduciría a la mina.



La cuarta galería era un conjunto de pasadizos con techos entibados con vigas de hierro por donde, a través de las paredes, se filtraban gotas de agua y las ratas se paseaba tan campantes sobre las piedras de carbón. A lo lejos se oía el ruido de los martillos hidráulicos de los picadores.

Tras cruzar un túnel a gatas, Erundina divisó a los picadores. Algunos alzaron la cabeza para saludar al grupo de visitantes, pero otros continuaron concentrados en su trabajo.

Erundina salió de la mina embargada por la angustia y la tristeza. No se arrepentía de haberla conocido, pero sí de haberse entrometido en la intimidad de unos hombres que se dedicaban a una profesión en donde la vida y la muerte estaban en continua simbiosis. La admiración que antes había sentido por los mineros se transformó de repente en compasión.

La empresa de limpiezas se vistió de luto por el hijo del dueño un día de febrero. Erundina se enteró por una compañera que Segismundo había muerto a manos del amante de su esposa de un tiro en la nuca. Quedó pasmada, pues aunque Segismundo tuviera fama de mujeriego, le parecía imposible que hubiera acabado sus días con los sesos desperdigados por el suelo. En realidad siempre le había caído bien aquel hombre algo débil de espíritu, bastante callado y bien educado, pues, a pesar de las habladurías, con ella siempre se había comportado como un caballero.

Erundina salió del funeral con la certeza de que la vida no es Jauja. Resultaba paradójico que, gracias a un trabajo tan elemental, hubiera madurado tan de prisa. 

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