Cancionila

La tristura surcaba, en desgarradora y doliente mueca, las mejillas de Cancionila mientras contemplaba la medialuna que, bailoteando en el firmamento, iluminaba los barracones de aquel solar alejado de la urbe; el mismo que había sostenido, dos décadas atrás, la tejera donde algunos presidiarios de la cárcel provincial dejaron su sudor y sus riñones a cambio de un soplo de libertad.

La mirada de Cancionila era tan oscura como la negrura de algunas noches de lobos que se cernían sobre el poblacho para espanto de los perros; noches en que sólo las ratas transitaban a sus anchas tras los escasos desperdicios que serían su festín.

-¡Niña, ven acá! ¿No cansas de tanta ventana?

Cancionila volaba con la imaginación: un héroe legendario la llevaba lejos de aquel submundo de sufrimiento y miseria.

-Pero, ¿eres tonta o qué?

La madre soltó la plancha y fue hacia la hija que continuaba ensimismada ante la ventana.

-¿No me has oído? ¡Basta ya de tontunas!
 



Cancionila se sobresaltó con el coscorrón maternal producto del desquiciamiento momentáneo.

-La vida no es Jauja. Déjate de pamplinas y ayúdame a...

Antes de tener que oír el sermón de casi todos los días, a regañadientes se fue a la cocina mordiendo los pensamientos que, una vez más, le roerían el alma en el silencio de su soledad. Compungida y resignada, se puso a pelar las patatas que luego cocería y todos comerían como el mejor de los manjares.

Cancionila dormía con su hermana Seleuca en un catre con jergón de espuma, que apenas cabía en el cuartucho de tres por dos que, durante el invierno, era una pura nevera y, por el verano, una sauna.

Una noche Cancionila se acostó sola en el catre, porque la fiebre obligó a Seleuca a dormir en la cocina sobre un colchón desvencijado. Serían las cuatro de la madrugada cuando Cancionila se despertó sobresaltada al percibir una mano tocándole los muslos. Al principio, pensó si sería un sueño, aunque pronto supo que la mano era de carne y hueso. Abrió los ojos, pero la penumbra le impidió ver el rostro de quién le aprisionaba con una mano su inmaculado sexo y con la otra sus minúsculos senos. Notó que aquello no era nada bueno, y quiso gritar, pero el pánico y la sebosa mano, que le amordazaba la boca, se interpusieron entre su deseo y la realidad, paralizándola por completo. El hombre sudaba a la vez que jadeaba y expulsaba por su boca palabras obscenas. Cancionila agudizó el oído y quedó atónita al comprobar que aquella voz pertenecía a su tío Ampliado.

-Pero, niña, ¿qué te ocurre? ¿Por qué no te has levantado aún?

Cancionila se hizo la dormida como el día en que, harta de tantas inyecciones, engañó al practicante. Como entonces, permaneció arropada hasta la cabeza: no deseaba que su madre viera las lágrimas producto de su tragedia.

-¡Anda, arriba!, no seas remolona…



Tras salir su madre del cuartucho, Cancionila se levantó a duras penas del catre, yéndose luego al cuarto de baño. Cerró la puerta con el pestillo y se miró en el espejo, que le reveló el peso de la mancillación que sentía su alma. Poco a poco se quitó el pijama para ver su cuerpo: dos bultitos, que pasaban desapercibidos bajo la ropa, destacaban en su cuerpo infantil. Se bajó las bragas, fijándose en las minúsculas manchas de color pardusco que permanecían resecas sobre la felpa interior. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas cual río de lava brotando de un volcán. Se dispuso a orinar, pero el resquemor que le producía la orina le hizo ver las estrellas, unas estrellas que nada tenían en común con las que tantas noches había contemplado desde la ventana de la sala.

Sobre las nueve de la mañana se despidió de su madre para irse al colegio. Al tiempo que avanzaba, se mentalizaba para que no le afectara demasiado la regañina que recibiría de su profesora de lenguaje, la señorita Agotónica, una mujer estirada, con cara de grifiera, nariz de lorito y más arrugas que una uva pasa.

La madre se asomó a la ventana, sin disimular su cara de preocupación. No le olía nada bien que la niña caminase cabizbaja y abúlica.

Como era de suponer, Cancionila tuvo que oír, con resignación, la voz chillona de la señorita Agotónica alzándose contra ella en humillante reprimenda.

Mientras la señorita Agotónica hablaba del sujeto y del predicado, el pensamiento de Cancionila viajaba por senderos tortuosos como si una fuerza superior se apoderase de su cerebro, impidiéndole escuchar la lección. Deseaba ser la misma de siempre, pero una especie de neblina le cubría la mente obligándole a ver sólo las sudorosas manos que le habían aprisionado sus partes íntimas. Además, no podía borrar de la mente aquel miembro carnoso y duro penetrando en su interior cual asta de toro embestidor.

En tanto que Parisio Rubio, profesor de historia de toda la vida, narraba las historias y leyendas de los celtas, Cancionila trajo de un recodo de su mente los episodios de aquellas inyecciones que le había puesto el practicante, y que tanto pánico le habían infundido. Cancionila sonrió irónicamente al recordar que aquellos pinchazos habían sido caricias al lado del aguijonazo que había matado su inocencia para siempre.


Aunque Cancionila estuviese ensimismada, de vez en cuando recibía la onda de los celtas, circunstancia que su mente aprovechaba para entrelazar la narración de Parisio con sus amargos recuerdos: "Ya veo que estoy marcada por ese mundo de sombras que los celtas comparaban con la muerte. Sé que estoy viva, pero llevo en mi alma tanto dolor que me siento como si estuviera muerta."

En la clase de matemáticas, la última de la mañana, Cancionila no tuvo oportunidad de evadirse porque la señorita Sira la tuvo, durante casi media hora, haciendo ejercicios en el encerado, y el resto del tiempo no le quedó más remedio que seguir su clase preferida.

A la hora de la comida, Cancionila fue incapaz de probar bocado. Rigoberta, la cuidadora, se acercó a ella preocupada y, tras decirle Cancionila que le dolía el vientre, se lo comunicó a Pomposa, la directora. Ésta llamó a Cancionila a su despacho, donde le presionó el abdomen antes de pedirle que se desnudase. Cancionila, aunque asustada, obedeció. Pomposa la miró un rato, el suficiente para ver que su cuerpo estaba cambiando.

-Anda vístete; puedes irte a casa. Y dile a tu madre que, en breve, vas a ser mujer.

Cancionila se vistió en un santiamén y salió del despacho en dirección a la puerta principal. Respiró hondo al sentir la brisa en la cara. Atrás quedaba la angustia vivida aquella mañana y el temor a que su secreto fuera descubierto.

Cancionila vagó toda la tarde por el centro de la ciudad. Los escaparates, con su amplia gama de artículos y colorido, le decían que ella jamás podría acceder a ese mundo donde, gracias a la varita mágica del dinero, se consigue casi todo. Al verse en aquellos colosales espejos urbanos, con sus ropas andrajosas y su cara de mica doliente, sólo podía resignarse a su mala suerte, la misma que estaba echada desde que su madre la había traído al mundo en un barracón de uralita ubicado en aquel lodazal alejado de los ricachos y ricachas a quienes les molestaba su existencia. No obstante, se contentaba con caminar, a su libre albedrío, mezclada con los paseantes por prescripción médica y de ocasión, quienes se fijaban en ella de soslayo, para transmitirle su desprecio, un desprecio que, aunque estuviese habituada a percibir, le seguía hiriendo su alma de niña malhadada.

La luz vespertina caía sobre la ciudad cubriendo con su manto grisáceo las calles que se iban iluminando de neón. Las farolas aún estaban apagadas, pero la lobreguez de la tarde, con su inminente amenaza de orbayo, pedía a gritos el encendido de las mismas. 



Cancionila siguió absorta en sus pensamientos, sin preocuparle que anocheciera, como tampoco le importaba la reprimenda que, para no variar, le echaría su madre. En realidad no tenía prisa por llegar a casa porque la ciudad le inspiraba mayor confianza que su hogar.

En el poblacho, los hombres se movilizaron a la llamada de socorro de la madre de Cancionila. Habían dado las ocho y no había rastro de la niña. Provistos de linternas y palos, los hombres peinaron las inmediaciones de los barracones, hallando sólo ratas que salían despavoridas de entre la maleza.

A eso de las nueve menos cuarto, apareció Cancionila como si nada hubiera ocurrido. Su madre se abrazó a ella llorando de alegría, pero al minuto pasó a reprocharle el susto que le había dado. Cancionila ni se inmutó.

Tras cenar las patatas cocidas de siempre, Cancionila se fue a su cuarto. Seleuca dormía como una bendita. Sin desnudarse, se acostó a su lado dispuesta a no pegar ojo hasta que la casa quedase invadida por el silencio. Luego se levantó y, a hurtadillas, dio los cuatro pasos que la separaban de la salida.

Cancionila sonrió al encontrarse por primera vez en medio de la noche. La oscuridad le ayudó a evocar a su héroe imaginario. La luna reflejaba su faz en los charcos del inmundo terreno para recordarle que, si no huía pronto, acabaría mezclándose con el fango. Caminaba segura de sí misma, sin temer ni a las alimañas ni a las ratas: la libertad le daba bríos para ir adelante.

Cuentan los lugareños que Cancionila apareció colgada de la baranda del viejo puente de hierro con una mueca burlesca.


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