Los cilúrnigos

La luna envolvía el chapatal que la lluvia había formado durante el día. Los aljibes no podían soportar ni una gota más de agua; los pozos estaban a punto de desbordarse; las almajaras cercanas desprendían un olor pestilente sobre el poblado, prediciendo una intensa hambruna; y las cubiertas de paja de las chozas parecían enormes escobas tras un remojón.

El más anciano de los cilúrnigos, el druida Sanscresin, salió de su choza provisto de una antorcha para contemplar el espectáculo con sus ojuelos de carnero degollado. Era el sacerdote de la tribu, el buscador de la sabiduría en la naturaleza y en el alma, el intermediario entre los hombres y el dios Lug. Había heredado la ciencia de su padre, el gran druida Rascresin y la sencillez de su madre Naraya. Sanscresin perdió su mirada en la noche mientras esperaba el mensaje oculto de los seres luminosos. Su actitud druídica: encorvado sobre sí mismo y profundamente atento, le facilitó la respuesta. Se incorporó con la agilidad de un jovenzuelo y, cogiendo el caldero sagrado, bajó por el escarpado jaharral hacia las tierras anegadas, que apenas le permitían posar un pie. Si no hubiera sido por las jacillas que iba dejando su cuzo, habría tenido que regresar orejigacho al poblado.


Sanscresin se detuvo en un chiribitil cercano a los sembrados para evaluar los daños ocasionados por el agua: hasta el arvense estaba empapado. Aún no pudiendo hacer nada por devolver la vida a las almajaras, no se amilanó y, poniéndose en cuclillas, centró su mirada en el caldero sagrado. Tras elevar sus conjuros y plegarias al dios Lug, éste le reveló que tendrían que emigrar.

Al alba, los cilúrnigos recogieron sus bártulos y sus abastos; engancharon sus cutras y jamelgos a los carros; y a lomos de sus caballos emigraron hacia la Península Ibérica, dejando a sus espaldas los restos de sus ancestros y la chafalonía.

Sanscresin guió a través del Pirineo vasco a las trescientas almas que le había encomendado el dios Lug, trescientas almas de hombres, mujeres y niños de elevada estatura y cabellos rubios apelirrojados.

Tras setenta soles de cabalgata, con sus respectivas lunas de acantonamiento en la profundidad de los bosques o en la cúspide de los collados, Sanscresin divisó hacia el oeste un promontorio rodeado de vegetación que prometía fertilísimas tierras.

El druida se adelantó para observar el cerro de cerca: era una vasta extensión rodeada, por tres de sus cuatro costados, por el mar Cantábrico. La Península estaba enriquecida por manantiales, forestación y tierras aptas para el cultivo.

-Este lugar es perfecto, pues, aparte de salvaguardarnos de riadas, es estratégico contra el enemigo -se dijo Sanscresin frotándose las manos.

Sin perder ni un minuto, se pusieron manos a la obra. Algunos hombres talaron árboles para alzar las chozas, otros trajeron piedras para el amurallamiento, las mujeres acarrearon agua desde los manantiales próximos y los niños se agolparon alrededor de sus padres, esperando ser reclamados.
 


Los trabajos de construcción duraron casi una semana: las chozas, los aljibes, la atalaya, la muralla modular que rodeaba el poblado y el foso bordeado por otra muralla, le daban un aire flamante al poblado.

Por la noche, los cilúrnigos se asearon y vistieron sus mejores galas para celebrar con un banquete la inauguración del poblado. Los colores chillones de los pantalones, de las túnicas cortas y de los mantos de lana les daban un aire abigarrado y dicharachero. Calzaban botas y algunos iban armados con espadas largas con el pomo en forma de seta y adornos en oro; y otros con espadas cortas, aunque todos portaban un puñal con la empuñadura en forma de antena. Los brazaletes de oro o bronce, los anillos en el pelo y las torques en el cuello completaban su atuendo. Las voluminosas maxifaldas y la ausencia de las torques diferenciaban a las mujeres de los hombres. Sólo la túnica blanca de Sanscresin contrastaba con las variopintas vestimentas.

Mientras se preparaba el asativo de chanchos en un gran caldero y el porridge de avena y cebada, los cilúrnigos bebían de la abundante cerveza que aromatizaban con hierbas. Sanscresin, que presidía el banquete, interrumpió la conversación:

-Antes de llenar nuestros estómagos, deberíamos ponerle un nombre a este lugar, pues un asentamiento sin nombre es tierra de todos y tierra de nadie -dijo solemnemente.

Tras muchas dilucidaciones, los cilúrnigos acordaron ser habitantes de Noega.

Sentados en el suelo, alrededor de la hoguera, los cilúrnigos se explayaron contando desde los pormenores del día hasta las historias que se entremezclaban con las leyendas de sus ancestros. Sanscresin retomó la palabra para narrarles la historia de un grupo de celtas que tuvieron que emigrar a las tierras del norte de Europa tras las inundaciones que dejaron enmarismado su asentamiento en el sur y donde cientos de personas cruzaron el umbral hacia el Otro Mundo. 

El joven Sijué era un miembro de la tribu sobreviviente, quien fue nombrado poco después rey del grupo. Su intrepidez le impulsó a entablar amistad con los nórdicos para ganarse su confianza. En sus contactos con ellos, conoció a una hermosa mujer: un hada nórdica de cabellos dorados y de ojos aguamarina. Los numerosos encantos del hada le robaron el corazón a Sijué, que ni corto ni perezoso se entregó a ella, naciendo de su unión la bella Liré y muriendo el hada tras el parto. Sijué, apesadumbrado por la muerte del hada, decidió darle a su hija todos los caprichos habidos y por haber, convirtiéndose Liré en una niña malcriada y una joven sulfurosa y tirana incluso con su padre. Sijué, desesperado por el comportamiento de su hija, recurrió al druida más experto del reino, quien utilizando el glan dicinm, un encantamiento mágico contra los enemigos, logró doblegar la altanería de Liré, quien no obstante decidió castigar a su padre yéndose hacia el bosque en busca del nemeton o luz sagrada. Jamás se supo de Liré, aunque se dice que quedó atrapada en el río que surca el bosque y que ahora es una ninfa que sólo se deja ver por aquellos que buscan el mal.



Sanscresin aprovechó la leyenda de Liré para enseñarles a los cilúrnigos a ir por la senda recta.

-Supongo que ninguno de vosotros querrá encontrarse con Liré, pero si así fuera os recomiendo cerrar ojos y oídos y volverle la espalda, pues, de lo contrario, el río será vuestra morada -sentenció.

La noche repleta de leyendas históricas, o de historias de leyenda, dio paso al primer día de noviembre, fecha en que los filúrnigos celebraban Samain, su fiesta principal, que señalaba el fin del verano y el comienzo del próximo año y, así mismo, era la fiesta de los muertos.

Sanscresin llevaba treinta años dedicándose al druidismo, pero cuando se acercaba la fiesta de Samain se levantaba al alba a meditar. Siendo conocedor del ajetreo que le esperaría durante el día, no podía prescindir del reposo interior que le aportaban aquellos druídicos momentos en que su cuerpo, su mente y su alma se fusionaban para formar un ser único y excelso que exhalaba, por todos sus poros, la armonía necesaria para instruir y dirigir a los cilúrnigos en la fiesta más importante del año.

La mañana de Samain estuvo marcada por asambleas sociales, políticas y judiciales, que fueron presididas por Sanscresin; al mediodía, cuando el virazón soplaba más fuerte, comenzaron los torneos de ajedrez y las peleas de gallos; por la tarde, los cilúrnigos acompañaron a Sanscresin al bosque para celebrar la recogida del muérdago; en la comitiva iban dos uros blancos.

Sanscresin se detuvo ante un roble y, con la pericia de un experto, trepó hasta alcanzar las hojas donde estaba impregnado el muérdago. Con delicadeza, lo fue cortando con su hoz de oro y recogiéndolo en su túnica blanca. Una vez abajo, se dirigió a un tolmo en donde posó el muérdago, encendió un fuego con yesca y, asiendo un caldero, lo puso al fuego. Mezcló el muérdago con otras hierbas y preparó varias pócimas: un antídoto, un curalotodo y un elixir que propiciaba la fertilidad.

Tras el ritual del muérdago, Sanscresin ofreció los uros blancos al dios Lug para que les concediera prosperidad a los cilúrnigos. Luego, éstos asaron los toros y organizaron un banquete en un verdegal del bosque, donde la cerveza corrió a raudales. Las nablas, las trompetas y las gaitas siguieron el ritmo de las voces que entonaban melodías ancestrales.


Al caer la luz vespertina, los cilúrnigos emprendieron viaje hacia Noega para continuar celebrando Samain, pero a escasos metros del cerro las nubes se desataron torvadamente impulsando al terral que impedía a los caballos avanzar por el sendero. Los cilúrnigos intentaron guarecerse bajo los mantos de lana, pero éstos se habían permeabilizado en cuestión de minutos.

Cuando llegaron a Noega, la tierra estaba seca, los aljibes en su punto y las chozas intactas. Los cilúrnigos quedaron atónitos, pues jamás habían visto nada igual. Achacaron el extraño fenómeno a la magia de Sanscresin y a la fuerza del dios Lug.

Tras secarse y mudarse de ropa, los cilúrnigos se dispusieron a continuar la fiesta de Samain con el culto a sus muertos: algunos hombres accedieron a los túmulos y tomaron los cráneos de sus antepasados para colocarles velas encendidas en su interior; luego colgaron las calaveras en el exterior de la muralla del poblado para ahuyentar a los malos espíritus.

Al día siguiente, los cilúrnigos volvieron a sus quehaceres cotidianos: unos arando la tierra con la charrúa y ocupándose del ganado; otros, llamados jabegotes, pescando y mariscando mediante la jábega; algunos, orfebres del oro y del bronce, decorando las joyas con motivos vegetales o geométricos; y la mayoría trabajando el hierro con destreza: eran los caldereros o cilúrnigos, descendientes de los príncipes celtas de Hallstatt, que se habían asentado en Noega cinco siglos antes de nuestra era.

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