El secreto de la torre

Corría el año mil cuatrocientos ochenta y tres en aquella Inglaterra que había estado marcada durante treinta años por la guerra civil entre la casa de York y la casa de Lancaster. La Guerra de las Rosas, como la habían bautizado los románticos, debía el nombre a la rosa blanca con que estaba representada la casa de York y a la rosa roja de la casa de Lancaster.

El rey Eduardo IV, sucesor de los York, había salido vencedor de aquella guerra, declarando usurpadores a los tres reyes Lancaster anteriores, que se convirtieron en sus mayores enemigos. Pero su pacífico reinado duró menos que un caramelo a la puerta de una guardería, porque la mañana del nueve de abril de mil cuatrocientos ochenta y tres, el rey Eduardo IV murió dejando heredero a su hijo Eduardo, príncipe de Gales, que con doce años tendría que ocuparse de los asuntos reales.

Veinte días después de la muerte del rey, varias carrozas, guiadas por lacayos de librea, formaban la comitiva que acompañaba a Londres al pequeño príncipe que, el cuatro de mayo, se convertiría en el rey Eduardo V. A pocas leguas de la capital del reino, la comitiva se detuvo por orden del tío materno de Eduardo, que iba al mando de la misma. El niño, intrigado, descorrió la cortina para saber qué ocurría: a escasos metros de la carroza pudo ver a varios miembros de la guardia real y, cerca de ellos, a su tío paterno Ricardo, duque de Gloucester, a quién su padre había nombrado, en su testamento, protector del reino mientras él fuera menor de edad. Eduardo se alegró de que su tío Ricardo le estuviera esperando en el camino hacia Londres para darle la bienvenida. Antes de que el lacayo abriera la puerta de su carroza, Eduardo impulsivamente se abalanzó sobre ella, y la abrió en un santiamén, para después alcanzar de un salto el camino. Según se iba acercando adonde estaba el hermano de su padre, advirtió que, enfrente del duque, estaba su tío materno con cara de pocos amigos. Entonces fue cuando, por arte de birlibirloque, Eduardo se paró en seco. -Esto no me huele nada bien -se dijo mientras se ocultaba tras un seto.


Desde su escondrijo, el niño pudo oír como sus dos tíos se enzarzaban en una discusión que le dejó helado.

-Basta ya de oposición y entrégame a mi sobrino -decía el duque en tono amenazante.

-Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver -oyó decir a su tío materno, que estaba puesto a la defensiva. ¡Jamás conseguirás usurpar el trono!

-¿Por qué piensas eso? ¿No serás tú quién lo pretende?

Una sonrisa burlona cubrió el rostro de su tío materno mientras miraba firmemente a los ojos de su contrincante.

-Ya veremos quién dice la última palabra -respondió Ricardo desenfundando su espada.

El tío materno apenas tuvo tiempo de asir su arma: cuando la estaba desenvainando, sintió un resquemor en la pierna que casi le hizo ver las estrellas. De todos modos, espada en mano, se abalanzó con una fuerza sansónica contra Ricardo, quien reculó dándo un traspié, que a poco más le deja fuera de combate.

Eduardo continuaba escondido viendo a sus tíos luchar como dos bárbaros. A punto estuvo de salir, y poner fin a aquella situación, pero algo le decía que corría peligro si así lo hacía.

-Plasss... plasss... plasss..., llegaba el sonido de las espadas adonde estaba el niño.

-Puafff... puafff... puafff... forcejeaban los dos hombres en un combate a muerte, entretanto que Eduardo se santiguaba esperando vencer el miedo que se iba apoderando de él.

-¡Eres hombre muerto!- se oyó.

La voz de su tío paterno atronó los oídos del niño, quién alzó la cabeza para ver lo ocurrido: su tío Ricardo permanecía imponente junto al doliente cuerpo de su tío materno, que yacía en el suelo inerme.

-¡Dios mío! ¿Estará muerto?- se dijo Eduardo mientras se agachaba.



-Ja, ja, ja... Creíste que camelando al niño, podrías usurpar el trono, ¿verdad?- le espetó el duque al yaciente. Y dando media vuelta, ordenó a dos miembros de la guardia real que condujeran al moribundo a los calabozos de la Torre de Londres.

Eduardo no se atrevió a moverse del sitio. Era como si el miedo hubiera paralizado sus músculos y nublado sus sentidos; sólo reaccionó al oír unos pasos que se acercaban al seto.

Ricardo fue derecho adonde estaba su sobrino y, separando la maleza con su espada, descubrió al niño acurrucado sobre sí mismo.

-¡Levántate!, nos vamos a casa- fueron sus únicas palabras.

Cuando Eduardo pasó al lado del lacayo delator, éste bajó la cabeza en señal de arrepentimiento, pero el daño ya estaba hecho.

De camino a Londres, Ricardo no cruzó ni una palabra con su sobrino. Éste, de cuando en cuando, miraba a su tío de reojo. Le parecía imposible que el hermano de su padre -un hombre que siempre había sido leal y bondadoso- pudiera haber cambiado tanto de la noche a la mañana.

Eduardo seguía absorto en sus pensamientos cuando sintió un coscorrón que le hizo volver en sí por la vía rápida. Su tío Ricardo se lo había propinado porque -según le dijo- no era de hombres soñar como las niñas. Eduardo se puso rojo como un tomate. El resto del viaje lo hizo con los ojos bien abiertos, por si acaso.

Entraron en Londres cuando estaba anocheciendo. Por la ventana de la carroza no se veía apenas nada, lo cual no impedía que Eduardo mirase hacia fuera en su primer contacto con la noche: se fijó en la luna llena que se reflejaba en el Támesis cual luciérnaga plateada; algunos transeúntes, que pronto serían súbditos suyos, caminaban cabizbajos para preservarse de la fresca noche primaveral; ante una taberna, se detuvo un carromato, con toldo anaranjado, del que se apearon dos hombres desarrapados; dos mujeres ataviadas con vestidos de lunares y grandes aros en las orejas; una niña con atuendo floreado y un niño con un calzón corto bastante raído. Eduardo pensó si serían saltimbanquis o cómicos.

La Torre de Londres era una fortaleza cuadricular de piedra, que tenía en su interior una torre desde donde se veía todo Londres. A modo de vigía, la torre controlaba la ciudad del uno al otro confín. Eduardo jamás había visto una fortaleza tan grande y majestuosa como la que estaba ante sus ojos; por eso, se alegró al saber que pronto iba a conocerla.


La carroza se detuvo ante la puerta principal de la Torre. La guardia real, formada a ambos lados, en son de bienvenida, alzó sus espadas al paso de Eduardo, quién caminó erguido hacia la entrada, imaginándose ya rey.

Entretanto, su tío Ricardo, que se había quedado atrás, tramaba con sus consejeros la usurpación del trono; para ello tendría que contratar a gente sin escrúpulos -probablemente malhechores- que tuvieran a buen recaudo a su sobrino.

Eduardo se instaló en los apartamentos reales de la Torre de Londres; cinco días después, el cuatro de mayo de mil cuatrocientos ochenta y tres sería coronado rey de Inglaterra y a su tío de nada le serviría su afán de poder, porque él, Eduardo V, sería quién diese las órdenes; su tío, si quería vivir en la corte, tendría que postrarse ante sus pies. Esa noche el niño soñó que ya era rey y que los ciudadanos ingleses estaban encantados con él por haberles rebajado los tributos. Se veía a sí mismo con una corona de oro repleta de minúsculas piedras preciosas incrustadas que relucían más que el sol. La capa era de púrpura y oro. El trono había sido tallado para la ocasión con maderas nobles y estaba recubierto por terciopelo rojo.

Eduardo despertó más temprano que de costumbre. Había tenido una noche plácida, pero al abrir los ojos se encontró con la mirada de su tío, que le contemplaba fríamente. El duque de Gloucester se acercó al lecho del niño con una amplia sonrisa. Luego, atusándole el cabello, le dijo que la coronación sería pospuesta para el veintidós de junio. Eduardo guardó silencio, pero en su fuero interno quedaba la insatisfacción y el desasosiego. Se pasó todo el día pensando en aquel sueño que le había alegrado la noche, siendo incapaz de centrar su mente en otra cosa; ni siquiera salió a jugar a los jardines con sus soldados de plomo. Éstos permanecían estáticos sobre una mesa de cedro a la espera de que su amo les diera vida, pero Eduardo bastante tenía con sus batallas interiores para entretenerse jugando con soldaditos.

El duque de Gloucester controlaba a Eduardo desde una habitación contigua. Además, ante la puerta de los aposentos del niño, había dos guardias custodiando la entrada y salida de cualquier persona que se acercase a visitarle o a suministrarle alimentos. Los guardias, en realidad, eran dos peligrosos fugitivos de la justicia, quiénes se habían camuflado bajo el traje de la guardia real por orden del duque.

Isabel Woodville, la madre de Eduardo, llegó dos días después a la Torre de Londres con su hijo menor y sus hijas. La futura reina madre, pronto se percató de la presencia de los guardias custodios y de las miradas intrigantes de su cuñado Ricardo. Las duras experiencias vividas al lado de su esposo durante la Guerra de las Rosas, le habían enseñado a descubrir la traición y la intriga en la mirada de sus enemigos. Así que, comenzó a desconfiar del duque de Gloucester, quién a su vez veía en Isabel un gran obstáculo para sus planes.


Isabel, impulsada por sus sospechas, partió a los pocos días para la abadía de Westminster con su hijo de nueve años, el duque Ricardo de York, y con sus hijas. Al despedirse de Eduardo, que tendría que permanecer en la Torre si quería subir al trono de Inglaterra, la mujer endureció el corazón para infundirle valor, pero su alma se despedazó en cuanto se hubo ido.

Isabel se refugió en Westminster para proteger a sus hijos pequeños de las posibles malas artes de su cuñado, mas la preocupación por Eduardo la mantenía todos los días en vilo. Por eso cuando su cuñado le insinuó que Ricardo de York le podría hacer compañía al futuro rey, Isabel no lo dudó: dos días después ambos hermanos correteaban despreocupados por los jardines de la Torre.

El duque de Gloucester se iba ganando la confianza de sus sobrinos a base de obsequios y fiestas. Ora, los niños se entretenían guerreando con las flamantes espadas de madera cuán espadachines avezados; ora se turnaban para cabalgar en el caballo de madera, con montura y estribos, que era una pieza única inspirada en los caballos ingleses de la cuadra real; aunque el regalo que más les entusiasmaba era la carroza realizada a escala por los artesanos carroceros, la cual constaba de un sistema de enganche igual que las de verdad que le permitía ser tirada por un poney.

Los niños se lo pasaban en grande todo el día excepto cuando se retiraban a descansar. Allí, en la soledad de su alcoba, se acurrucaban el uno contra el otro como queriendo transmitirse el calor que la vida les negaba. Tantas veces se habían preguntado el porqué de la resignación de su madre tras decidir su tío tenerles separados de ella, que apenas se molestaban en recordarla, pero cuando lo hacían, se les ablandaba el corazón de tal forma que se sentían incapaces de controlar el llanto que les brotaba del alma con una fuerza arrolladora. Era entonces cuando el sufrimiento les impulsaba a unirse y a jurarse que nadie les separaría mientras vivieran; poco importaba que durante el día se hubieran peleado por el mismo juguete o se hubiesen amenazado con no dirigirse más la palabra.

Poco antes de la coronación de Eduardo, un afamado teólogo predicó un sermón en las afueras de la catedral londinense que ponía en tela de juicio la legalidad de la sucesión. Éste alegó que el matrimonio de Eduardo IV con Isabel Woodville era inválido bajo la ley y que, por lo tanto, sus hijos, incluyendo el rey niño, no eran legítimos. Además, uno de los más firmes partidarios del duque de Gloucester repitió la afirmación ante un grupo de ciudadanos notables de Londres, agregando la sentencia: "¡Ay de aquel reino cuyo rey sea apenas un niño!".

Por esos días, Londres fue una algarabía a costa de Eduardo, quien tuvo que aguantar impertinencias lanzadas al aire por los partidarios de su tío, a quienes no se le ocurrió mejor cosa que motejarle como Eduardo bastardo.


Eduardo y Ricardo maduraron de la noche a la mañana. Aunque durante el día jugasen despreocupados, las noches eran un continuo calvario, pues el miedo se les incrustaba en el alma con tan poca piedad, que apenas pegaban ojo. También la angustia solía aliarse con ellos cada noche para impedirles aquietarse en su lecho. Viendo Eduardo que, tanto su hermano como él, se estaban destruyendo por culpa de la mezquindad de su tío, decidió ponerse a rezar todas las noches para evitar cualquier mal que les pudiera desear su tío. "¡Ay de mí, quisiera que mi tío me dejara con vida, aunque perdiese mi reino!", fue una de sus muchas oraciones.

La mañana del veintiséis de junio el duque de Gloucester fue coronado y proclamado Ricardo III. El rey niño estaba muy indignado, pero la impotencia pudo más que su deseo de luchar contra su tío; así que no le quedó más remedio que tragar saliva y resignarse a su suerte. Ese mismo día, los niños fueron conducidos al ala antigua de la Torre y encerrados en un calabozo cuyos barrotes apenas dejaban pasar la luz.

En agosto de mil cuatrocientos ochenta y cinco, Ricardo III se enfrentó a Enrique Tudor, consiguiendo éste la corona después de haber dado muerte a su contrincante en una sangrienta batalla que dio fin a la Guerra de las Rosas. Pero el flamante rey Enrique VII vivía atormentado pensando que cualquier día aparecerían los príncipes niños, que él consideraba sus rivales potenciales, con la intención de reclamarle el trono. Ante su paranoia, el rey hizo correr la noticia de que, poco antes de morir Ricardo III, éste había dado la orden de asfixiar a los niños con almohadones, así como de enterrarlos al pie de la escalera de la Torre.

Doscientos años después, durante unas obras en la Torre de Londres, se encontró una caja de madera con los esqueletos de dos niños. Los huesos fueron enterrados en la abadía de Westminster porque coincidían con los restos de los príncipes asesinados.

En mil novecientos treinta y tres los huesos fueron examinados por médicos forenses que confirmaron que pertenecían a dos niños cuyas edades coincidían con el desgraciado rey niño y su hermano, aunque no se ha podido establecer la causa de su muerte.

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