El castillo encantado

Judit y Salomón paseaban asidos de la mano por las empedradas calles de Peñíscola, la península que flirteaba con el pasado gracias a sus murallas y al castillo que escudriñaba el mar como en tiempos del papa Luna.

-¿Sabías que los griegos denominaron a esta península Querronesos? -le preguntó Judit a Salomón soslayándolo.

-¿Querroqué? -le respondió él sorprendido.

-Que-rro-ne-sos -silabeó ella victoriosa. Deberías leer más.

-No seas tan mordaz -dijo Salomón mosqueado.

-Y tú no seas tan mal tomado.

-¡Ya estamos como siempre!. Dejémonos de estupideces y disfrutemos de este lugar.

Judit tomó a Salomón del brazo y la pareja se dirigió hacia la empinada calle que conducía al castillo.

Franquearon las puertas del castillo y se introdujeron en una estancia donde unos japoneses escuchaban al guía, quien les relataba en inglés cómo los árabes habían invadido Peñíscola.

A Judit le fascinaban las historias y leyendas árabes cual amante aficionada a sumergirse en ellas para vibrar entre sus resquicios.



Judit y Salomón se pararon detrás del grupo de nipones para seguir las explicaciones del guía. A Salomón se le había olvidado el poco inglés que había aprendido en el instituto, pero Judit todavía recordaba bastante gracias a un curso intensivo que había seguido seis meses atrás. Judit no perdía palabra, pero, sobre todo, le llamó la atención la leyenda de los sagaliba y un tal Al-Mansur. Según la historia, los sagaliba eran un etnia de Al-Andalus que se habían afincado en el Levante en tiempos del califa Abderrahmán III, pero, según la leyenda, un joven llamado Al-Mansur, se mezcló con dicha etnia para escapar de las garras del califa, que había puesto precio a su cabeza por pretender el amor de su hermana, la bella Azahara-Mara. Se creía que Al-Mansur había elegido Peñíscola para comenzar una nueva vida y que los vestigios de su palacio estaban bajo el castillo.

-El joven Al-Mansur, a quien se está refiriendo, ¿no será por casualidad Almanzor, el que fuera visir del califa Hixem II? -preguntó Judit.

-Sí, pero, ¿cómo lo ha adivinado? -respondió el guía.

-Lo ignoro -dijo ella aturdida.

El guía continuó narrando la leyenda mientras los demás le escuchaban embelesados.

Sin que nadie lo advirtiera, Judit se separó del grupo y, girando sobre sí misma, se encaminó hacia un recodo de la pared que estaba a sus espaldas. Según avanzaba, vio cómo una piedra rectangular se iba abriendo poco a poco. La atravesó como quien cruza una puerta y bajó las escaleras tan pancha. Antes de pisar el último peldaño, Judit se quedó pasmada ante un entorno casi maravilloso: los arabescos de la puerta; la ventana, con su celosía; los azulejos de colores que revestían las paredes; los bordados cojines extendidos por el suelo, le daban al conjunto armonía y belleza exquisitas. Judit se fijó en una mesilla que estaba justo al lado de un cojín damasceno. Al acercarse, descubrió un azafate dorado que contenía una caja decorada con motivos árabes.

-Parece un joyero -se dijo.



Luego, tomándolo entre sus manos, alzó la tapa y las alhajas se lo confirmaron.

-Debe de valer una millonada -se oyó decir a sí misma.

Tras fijarse en una sortija que relucía más que las otras, la extrajo con suma delicadeza, la colocó en el anular de la mano izquierda y una luz cegadora se apoderó de la estancia.

-¡Ay, mis ojos! -se lamentó Judit velándoselos con las manos.

Se disponía a quitar las lentillas cuando apareció un joven de ojos aguamarina y tez morena vestido con un mono de color amoratado, sesgado por un cinturón dorado, y unas babuchas tejidas con hilos de plata y oro.

Judit quedó atónita ante aquel príncipe de las mil y una noches que llevaba una sortija en el dedo anular de su mano derecha idéntica a la suya.

-¡No puede ser! -exclamó en voz alta mientras miraba su sortija.

-No te inquietes -le dijo él entonando un castellano melodioso. No temas, yo te explicaré.

-¿Qué estamos haciendo aquí? -preguntó Judit con voz entrecortada.

-Es una larga historia..., pero antes dime en qué año estamos.

-Que yo sepa, en 1999

-¡Parece increíble que haya transcurrido tanto tiempo! -dijo el joven entristeciéndose.

-¿Quién eres? -se atrevió a preguntar Judit.



-Como te decía, es una larga historia que se remonta al año 934. Entonces reinaba en España el califa Abderrahmán III. Éste tenía una hermana de nombre Azahara-Mara. Sus quince años y la hermosura que rezumaba me hicieron sucumbir y enamorarme de ella. Ese fue mi error, pues yo era un simple emisario del califa y éste puso el grito en el cielo al enterarse de mis amores con su hermana. Irritado, ordenó mi apresamiento y muerte. Por aquella época, un grupo de musulmanes, los sagaliba, se disgregaron del Califato para formar una etnia aparte y no me quedó más remedio que huir con ellos hacia Levante. Algunos de nosotros nos afincamos en este estratégico lugar para tener mayor control sobre los cristianos. Aquí conocí a Sara, una bella cristiana cautiva que, por cierto, se parecía a ti, y ambos vivimos un maravilloso romance hasta que Al-Salur, un joven envidioso y malvado, me denunció al jefe de los sagaliba, quien contrató los servicios de una hechicera. En mi mente quedan vagos recuerdos de aquel episodio, aunque sé que la mujer me obligó a beber un extraño brebaje al tiempo que me decía: "Te anuncio que nadie te verá salvo una joven que se pondrá en el anular de la mano izquierda una sortija gemela de ésta que tú llevarás en el anular de la mano derecha. Si no es así, verás sin ser visto por los siglos de los siglos".

-No me hagas reír -dijo Judit a la vez que se le electrizaba el cabello. Yo no creo en cuentos de príncipes encantados, pero sigo teniendo curiosidad por saber quién eres.

-¡Ah!, ¿no te lo había dicho? -contestó él sorprendido. Soy Al-Mansur.

-¿Al-Mansur?. ¿Almanzor?. Judit casi se desmaya del susto.

Tras reponerse de la emoción, Judit volvió a la carga.

-¿Pero vas a decirme que eres Almanzor cuando yo sé por los libros de historia que Almanzor llegó a ser visir del califa Hixem II? Deberías explicarme cómo una persona invisible es capaz de alcanzar tal categoría.

-La cosa es bien sencilla. Tras la muerte de Abderrahmán III en el año 961, Al-Salur regresó a Córdoba y, bajo mi personalidad, se relacionó con personajes cercanos al nuevo califa que le ayudaron a ganarse la confianza de Hixem II, quien le nombró poco después visir.

Judit abría los ojos como platos. Por una parte, no creía ni una palabra, pero, por otra, estaba maravillada al comprobar que los datos se correspondían con los que ella había leído en los libros.


-No sé, se dijo dudando de aquel fantástico relato que tenía demasiadas coincidencias con la realidad.

-Ya veo que no me crees -dijo el joven entristeciéndose.

-Es que no me cabe en la cabeza cómo puedes saber todo eso habiendo vivido más de diez siglos sin ver la luz.

-Te equivocas. Que los demás no puedan verme, no significa que yo no pueda hacerlo. Si recuerdas, la hechicera me castigó a ver sin ser visto para que sintiera más mi soledad y amargura.

-¿No me digas que tienes el don de ver aquello que se te antoja?

-Algo así -respondió él con picardía. Si quieres te lo demuestro: en una sala del castillo, hay ahora mismo un grupo de extranjeros que escuchan atentamente las explicaciones de un hombre. Tras dicho grupo, se encuentra un joven que es tu novio.

Judit le escuchaba, pero al mismo tiempo no daba crédito a sus palabras. Se pellizcó por si estaba soñando, y, al comprobar que estaba despierta, su cuerpo se empapó de un frío sudor que la dejó helada.

-Tú estabas hace un rato con ese grupo, o mejor dicho, físicamente todavía sigues allí -remató él.

-No comprendo qué quieres decir -dijo ella aturdida.

-Yo deseaba con toda mi alma ser visto por alguien y tú estabas tan entusiasmada al oír al guía hablar de mí, que no vi mejor oportunidad. Yo te absorbí el cerebro para atraerte hacia mí.

-¡Dios mío! -exclamó ella muerta de miedo. Eso es diabólico.

-Ya, pero no me quedaba otro remedio. Por Alá te pido que no me guardes rencor y que me recuerdes mientras vivas.

-No sé si podré.


-Yo no te olvidaré -le dijo él tras besarla en la mejilla.

Mientras el guía hablaba de Al-Mansur, Judit imaginaba a un joven árabe de ojos azules que vestía un mono morado ceñido por un cinturón dorado.

Salomón apoyó su mano en el hombro de Judit y ésta le sonrió. Por maravillosas que fueran sus fantasías con aquel joven árabe, estaba tan enamorada de Salomón que no iba a permitir que un personaje ficticio se interpusiera entre ellos.

Judit y Salomón salieron del castillo fascinados por las historias que acababan de escuchar. A él le había encantado la parte de los sagaliba y a ella la leyenda de Al-Mansur.

-No sabía que tuvieras tanto interés por las leyendas árabes -comentó Salomón sorprendido. Ya veo que ese Al-Mansur te ha absorbido el cerebro.

-¡Bobadas! -se defendió ella. No me digas que estás celoso de un personaje legendario. Ja, ja, ja..., lo tuyo es mucho.

A mitad de la cuesta, Judit se paró en seco.

-Un momento -le dijo a Salomón. -No aguanto más las lentillas; voy a quitármelas.

Judit abrió el bolso y, al ir a coger el estuche de las lentillas, su mano tropezó con un objeto frío. Lo tomó y un escalofrío recorrió su cuerpo al toparse con la sortija que recordaba haberse puesto en el anular de la mano izquierda. No obstante, reaccionó ocultándola en el bolsillo interior con cierre de cremallera y, sin inmutarse, se despojó de las lentillas, las introdujo en el estuche y lo soltó en el bolso.

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