La luz de los faraones

Era otoño. La luz crepuscular caía sobre El Cairo cual chador velando el horizonte mientras mis músculos vibraban y mi alma se derretía de gozo al contemplar las calles del pasado repletas de cairotas ataviados con chilaba, ejecutivos trajeados y turistas exhaustos. Bajé del autobús y me mezclé con la masa para percibir el bullicio hasta el tuétano. En tanto que mi olfato absorbía la amalgama de aromas, mis ojos se posaron sobre la mezquita de El Azhar, cuya historia me había embelesado al recorrerla por las páginas de algunos libros que dormitaban en mi biblioteca. Ante sus cinco minaretes alzados al cielo cual plegarias pétreas, sus seis puertas orientadas hacia La Meca y su construcción milenaria, mis sentidos rozaron el infinito. Luego fui hacia la puerta y, tras cubrir la cabeza con el pañuelo que llevaba en el bolso, me descalcé y accedí al interior. La tenue claridad y los sonidos del silencio dulcificaron mi alma al instante. 




Las piedras decoradas con caligrafías árabes y motivos geométricos condujeron mi mente por los senderos de una historia que lucía sus mejores galas gracias a mi admiración tantos años contenida. Por increíble que parezca, sentí que las piedras resucitaban para transmitirme su sabiduría secular. Abandoné la mezquita de El Azhar como si me hubieran quitado diez años de encima. Luego me adentré en Khan el Khalili, un mercado repleto de pequeños comercios y talleres que parecían sacados de una novela de Naguib Mahfuz. Crucé la calle y me introduje en un barrio que, a pesar de su traza pobre, me mostró sus vestigios históricos mediante las casas y tiendas que lo decoraban.




Por poco me quedo petrificada al toparme con la puerta medieval de la ciudad, llamada Bab el Zuwayla, un enorme portalón con dos hojas de madera maciza revestidas de clavos donde, según la tradición, eran colgados los condenados a muerte. Por encima de ella sobresalía el minarete de la mezquita de Mu’ayyad cual vigía con cuerpo pero sin alma. Mientras contemplaba aquella mixtura arquitectónica, una mujer vestida y tocada de negro se acercó a mí. Pensé que sería una pedigüeña y, sin mirarle a la cara, le di unas monedas. Ella me las devolvió al tiempo que me pedía en francés que le acompañase a su casa. Aunque quedé atónita, le seguí resignada. Juntas fuimos hacia una calle con alcantarillas malolientes y edificios apuntalados. Al traspasar la puerta de su casa, mi olfato se molestó al absorber la humedad que se infiltraba por las paredes. En la sala de estar, mis ojos quedaron complacidos ante las alfombras que vestían el suelo cual vergel en medio de la tundra. La mujer me indicó un sillón bastante raído, en cuyo tapizado se adivinaban motivos faraónicos. Me acomodé y, poco después, saboreé un té turco y unas pastas egipcias que encandilaron mis papilas cual sultana otomana. La mujer me contó que antes de casarse había servido tres años en París en casa de su tía paterna, una francesa remilgada y maniática que deseaba verlo todo al dedillo. Aprovechando una pausa, le pregunté por qué me había elegido de confidente. Carraspeó unos segundos antes de confesarme que la intuición le había llevado hasta mí. Aquella mujer, de nombre Astarté, reconoció ser una cristiana copta descendiente de faraones y, por lo tanto, receptora de una parte de la sabiduría del antiguo Egipto. Para ella, la fe representaba un todo indisoluble que incluso le ayudaría a morir esperando la resurrección de la carne. Mi alma se aquietó oyendo aquellas afirmaciones que traspasaron mis oídos cual cántico angelical. Cuando me levanté para irme, Astarté me vaticinó que en la pirámide de Keops encontraría lo que buscaba.
 


Cuando llegué al hotel, fui derecha a mi habitación y me tumbé en la cama para disfrutar de mi cuerpo rebozado de energía y de mi alma aromatizada de paz. Perdí el contacto cuando mis párpados se plegaron y mis neuronas se independizaron para coquetear con el mundo de los sueños.


A la mañana siguiente, salí del hotel con mi cámara fotográfica y una guía turística y, con parsimonia, fui a pie hasta la meseta de Gizéh. Quizás no encuentre palabras para describir la impresión que me causó el trío piramidal que se alzaba ante mí cual coloso tricéfalo, pero he de reconocer que el corazón se volcó en mi pecho al contemplar la pirámide de Keops. Unos segundos después, mis ojos fueron recorriendo su majestuosidad para ayudar a mi memoria a deslizarse por los senderos de un pretérito que se estaba adhiriendo a mi alma cual vívida historia.
Tras cruzar el umbral de la Gran Pirámide, un escalofrío recorrió mi piel hasta incrustárseme en el alma cual rayo divino. Poco después, mi vista hizo chiribitas al fijarse en el techo que se alzaba sobre mi cabeza cual Polifemo pétreo. Creyendo que el vértigo se estaba aliando conmigo, cerré los ojos y respiré hondo. Luego me dirigí hacia el canal ascendente, por donde llegué a la magna galería, una impresionante nave cuyos empinados escalones me dejaron exhausta.

Verme en la Cámara del Rey me produjo un cosquilleo intrínseco que impregnó mis venas con su savia. El sarcófago de piedra, único mobiliario de la estancia, contribuyó para que mi alma se encogiera y un sudor frío se extendiera por mi cuerpo empapándome la ropa. Aunque mi voluntad deseó alejarse de allí, mis pies se rebelaron contra las órdenes de mi cerebro. Ante la evidencia, mis retinas se posaron sobre las paredes y las fueron recorriendo a pasos formicantes mientras mi memoria daba rienda suelta al cúmulo de datos egipcios que permanecían grabados en sus archivos. Creo que mi alma sonrió cuando las paredes se desplegaron y apareció una egipcia ataviada con un vestido transparente plisado y un tocado azul con incrustaciones doradas que resaltaban su extraordinaria belleza. Quedé contrariada al recordar que no era la primera vez que veía aquel rostro de ojos rasgados, nariz fina y labios transmisores de sensualidad. Iba a echar mano de mi memoria cuando la egipcia, sin mediar palabra, me dio a entender que le siguiera. Recorrimos un pasillo angosto como de unos veinte metros de largo y, al instante, me vi inmersa en el Antiguo Egipto.


Extasiada por el escenario que se dibujaba ante mis ojos, mis cuerdas vocales hicieron caso omiso a mi deseo de expresar mi admiración. No obstante, me alegré de que la egipcia leyera mi pensamiento y me transmitiera el suyo mediante un sistema que fui incapaz de descifrar. Luego me condujo a un palacio refulgente por el oro que lo revestía. Dos jóvenes desnudas vinieron hacia mí y me guiaron a una estancia con suelos de granito rosado y paredes decoradas con bajorrelieves policromos. Una bañera redonda de caliza blanca presidía la sala. El pudor se asomó a mis mejillas cuando las muchachas me desnudaron y me introdujeron en la bañera; en cambio, mi alma vibró de gozo al posarse sobre mi cuerpo un instrumento sedoso que se iba adhiriendo a cada pliegue de mi piel cual sutil caricia. Mis párpados fueron velando mis ojos a medida que mi cuerpo se aligeraba. Tras salir de la bañera, mi cuerpo voló por la sala cual ave surcando el firmamento, gracias a la energía que se había acumulado en mi alma. Cuando posé los pies en el suelo, las muchachas me cubrieron con un vestido similar al de la egipcia que me había llevado hasta allí y me calzaron unas sandalias de oro. Después me sentaron en un taburete de madera, situado ante una mesa donde se alzaba un espejo de bronce, y me maquillaron con unos pigmentos que sacaron de unos frascos de alabastro. Recogieron mi lacia melena en una trenza y la cubrieron con un postizo de largos rizos negros. Colocaron sobre mi pecho un collar de lapislázuli y oro, gracias al cual fue fluyendo mi energía. Al reflejarse mi faz en el espejo, mi alma profirió cánticos de alabanza: mis ojos se habían rasgado, mi nariz parecía más corta y mis labios se veían más gruesos.


A pesar de considerarme del montón, la imagen del espejo echó por tierra mi creencia al tratarse de una mujer hermosa que, al fin y al cabo, era yo. Una sombra en el espejo me indujo a girarme y toparme con la bella egipcia, quien me miró satisfecha. Poco después, ambas volamos hacia un salón donde, tras posarnos, me presentó a su marido y a sus seis hijas. Luego nos asomamos al balcón y quedé maravillada ante el gentío que se arremolinaba abajo para saludarnos. Desde allí retomamos el vuelo y aterrizamos en el piramidión que remataba la cúspide de la Gran Pirámide. Nuestros ojos se fijaron en el sol y, unos segundos después, nuestros cuerpos resplandecieron gracias al aura que los rodeaba. Cuando el sol empezó a acercarse al horizonte, regresamos al palacio, donde nos esperaban su marido y sus hijas para cenar. Comimos faisán al vino con ensalada de pepinos y lechuga; unos pasteles con miel, dátiles, pasas y frutas, que me supieron a gloria, y bebimos cerveza de baja graduación. Aprovechando que su esposo se encargaría esa noche de acostar a las niñas, la egipcia me invitó a dar un paseo en su carro. Las calles estaban iluminadas por obeliscos cubiertos de una capucha metálica que desprendía energía. Cientos de estatuas doradas, algunas con el rostro de la egipcia, adornaban la principales avenidas. Llegamos a un paraje solitario y nos apeamos del carro. La egipcia me frotó los ojos con un ungüento y, al instante, vi a hombres, mujeres y niños transportando por el aire piedras colosales, las cuales entregaban a otros hombres, también ingrávidos, que se encargaban de encajarlas formando una pirámide. Mis ojos se cerraron de repente y mi alma regresó a la Cámara del Rey. Como por arte de birlibirloque, recordé que la egipcia era Nefertiti, cuya efigie había admirado en el Museo Egipcio de Berlín durante mi recorrido por Alemania. Su esposo era Amenofis IV o Akenatón, el faraón que, en pleno auge de adoración al dios Amón, instauró la religión monoteísta del culto a Atón, el dios solar que ostentaba el título de creador del universo.


Salí de la pirámide de Keops rejuvenecida gracias a la energía que impulsaba mi cuerpo sin apenas rozar el suelo. Se me erizó la piel al captar el pensamiento de un egipcio con cachaba, que vivía resignado a su mala suerte desde que su pierna derecha se había atrofiado por culpa de un nervio rebelde. Pensé con compasión en aquel pobre hombre, y quedé pasmada cuando soltó el bastón y echó a correr cual atleta olímpico.

Camino del hotel corretearon por mi mente las palabras de Astarté. Fui hacia su casa y, en el trayecto, me topé con una mujer que me recordó a Nefertiti a pesar de su indumentaria árabe. Nos soslayamos un instante y la energía fluyó por mi cuerpo concentrándose en mi alma. Llegué ante la casa de Astarté y llamé a la puerta varias veces, respondiéndome el silencio. A punto de irme, un chirrido alertó mis sentidos. Empujé la puerta, la atravesé y mi intuición me condujo a la sala de estar. La mujer que yacía sin vida en el sofá estaba vestida y tocada como la reina Nefertiti, pero tenía el rostro de Astarté.
 


En la tierra de los faraones, que llevaba apegada al alma desde los albores de mi vida, hallé la luz que me habían fundido las sombras del pasado.

Desde Gijón
 
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