Evocaciones de un tren

De joven surcaba la vía férrea tan fugazmente que hasta el aire se estremecía y los pasajeros se maravillaban al contemplar mi plateada silueta.

Cuando el maquinista me ponía en acción, las personas divisaban, a través de los ventanales, los paisajes que discurrían a mi paso mientras sentían la delicadeza del terciopelo rojo en sus posaderas.

Gracias a la admiración que despertaba entre los humanos, me convertí en la estrella del mundo ferroviario, pero también en la envidia de mis compañeros menos afortunados.

¡Qué apenado me sentí al descubrir que, debido a mi belleza, la desgracia se había cernido sobre mí!, porque yo no había sido creado para ser envidiado ni para transmitir intranquilidad a nadie, puesto que mi misión en este mundo consistía en servir a los demás. ¡Cuánto deseé entonces poder expresarme para pacificar a mis colegas!, para confesarles que la belleza exterior es inútil cuando se carece de comunicación. Porque yo, el ídolo de la masa ferroviaria, me sentía solo y deprimido tras haber descubierto que la auténtica hermosura nace de la comprensión que conlleva la razón.

-¡Qué paradoja!-. Aquellos humanos que admiraban mi belleza, ignoraban que yo deseaba parecerme a ellos, hablar como ellos, pensar como ellos, sentir como ellos, cantar como ellos, reír como ellos.


Los pasajeros me mimaban cual recién nacido. Quizás, por eso, jamás rayaron ni pintaron la chapa que me revestía, ni ensuciaron los asientos, las paredes, los cristales y el suelo. En cambio, con mis compañeros no tenían consideración. Estos, por viejos y menos bonitos que yo, sólo eran utilizados en caso de mayor afluencia. Los viajeros, disgustados, descargaban su malhumor ensuciándolos y ajándolos. -¡Qué desgraciados se sentirían!-. Yo deseaba animarlos, pero sabía que rechazarían mi ayuda por ser la causa de su marginación.

Entre idas y venidas por el camino férreo, mi esqueleto se fue deteriorando: Los hierros necesitaban ser engrasados a menudo para que no chirriasen; el plateado revestimiento mostraba algún signo de oxidación; el terciopelo de los asientos comenzaba a deshilacharse; y las cortinas, por el efecto de los rayos solares, estaban descoloridas.

Los empleados se esforzaban por mantenerme en forma, pues consideraban que el auge que había adquirido la empresa en los últimos años se debía a mi presencia.

Entre tantos cuidados, un día fui secuestrado por una banda de mal nacidos. Viajaban en mi interior decenas de niños, que iban de excursión, con sus profesores, a un bonito pueblo de las cercanías.

Cuando los secuestradores subieron al tren gritando que, a partir de aquel momento, yo quedaba en sus manos y que todos los pasajeros deberían cumplir sus instrucciones, algunos pequeños comenzaron a llorar. La impotencia que sentí fue indescriptible. ¡Qué inútil era mi existencia!.


El revisor, alto y fornido, se enfrentó a los jóvenes que se habían adueñado de mí y de los viajeros, pero fue en balde porque uno de ellos le ordenó sentarse mientras le instaba a obedecer. ¡Qué humillación!, aunque tanto los viajeros como yo opinábamos que había sido muy valiente.

Mis secuestradores reivindicaban la fabricación de más trenes como yo, pues estaban hartos de tener que viajar en trenes de segunda. Después de todo resultaba gracioso; no obstante, habían sido unos desalmados por habernos tenido varias horas en vilo.

Los directivos de la empresa, considerando la petición de los secuestradores, solicitaron un proyecto de ferrocarril más rápido y moderno que los existentes, apresurándose a estudiar las ventajas que les aportaría dicha adquisición.

Después de un exhaustivo estudio, optaron por comprar un nuevo modelo de tren. Habían llegado a la conclusión de que su diseño vanguardista y su extrema ligereza ayudarían a la empresa a situarse por encima de las demás.

El día de la inauguración, a mi nuevo colega se le veía radiante. Yo estaba contento, pero a la vez me sentía inferior pues a su lado yo parecía una birria.

La expectación que causó el vanguardista, como le motejaron, fue mayúscula. Mi fiesta, al lado de la suya, había sido insignificante, aunque no me podía quejar porque yo continuaba siendo la estrella del mundo ferroviario y ello era un gran honor para mí.


Entre ambos nació la amistad. En el fondo teníamos algo en común pues, debido a la belleza, los dos habíamos sido víctimas de la envidia.

La puesta en funcionamiento de mi amigo eclipsó, durante cierto tiempo, mi buena fama, pero fue él quién me ayudó a soportar aquellos días de discriminación.

Tras la expectación de las primeras semanas, algunos viajeros entrados en años me preferían a mí, pues estaban habituados a la comodidad y velocidad que yo les ofrecía. Aunque no me desagradara, necesitaba percibir la alegría que emanaba de la juventud.

Ante el sucesivo éxito del nuevo tren, comencé a sentirme arrinconado. Este sentimiento de dolor me ayudó a comprender mejor a mis antiguos compañeros y a decidir unirme a su grupo.

En situaciones difíciles nos consolábamos mutuamente, sobre todo cuando uno de nosotros era restaurado para convertirse en pieza de Museo o en chatarra.

Cual burla del destino, un día me comunicaron mi fin. Después de haber sido portador de tanta belleza, no servía ni para estar expuesto en el Museo como representante de los años dorados del ferrocarril por carecer de antigüedad. La desolación se alió conmigo, pues era viejo pero no antiguo. -¡Qué ánimo me infundieron entonces mis colegas!-. Gracias a ellos, me resigné y, erguido, me dirigí al matadero.

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