Tristón

Le llamaban Tristón porque nunca habían visto salir de sus labios sonrisa ni palabra alguna.

El hombre que paseaba cabizbajo por las aceras del barrio, se sentía cual ogro fabuloso ante las miradas repulsivas de sus vecinos y se le desgarraba el alma al ver que los niños le evitaban ocultándose tras sus padres.

El hombre, aunque pariente de la soledad, de la tristeza y de la amargura, buscaba en su alma la dicha que la vida le negaba, aquella utopía que su espejo interior siempre le devolvía bajo la imagen de la amargura, de la tristeza y de la soledad.

Cargando con aquel lastre que se le había adherido al alma sin compasión, se internaba a diario en el infierno, en un averno que le abrasaba las entrañas hasta dejarle sólo las cenizas.

La soledad, por un lado, y las miradas de recelo, por otro, le internaban en un abismo de inseguridad y cobardía que día sí y día también le aumentaba la tristeza que deseaba transformar en alegría cual alquimista medieval.



El hombre deseaba gritar y decirle al barrio que era una persona sensible, bondadosa, tierna, una persona dispuesta a dar mucho a cambio de poco, pero una fuerza inexplicable mermaba su voluntad hasta oprimirle el pecho y acercarle a las puertas de la agonía.

Como de costumbre, salió a pasear por las aceras del barrio, aquel barrio que le hería las entrañas desde hacía treinta años. Con parsimonia caminó hacia el parque, donde los niños que otrora le evitaban, ora jugaban y reían sin prestarle atención. Se detuvo un instante para admirar aquellos rostros y ademanes de los cuales había carecido durante su infancia, una infancia marcada por la violencia de su padre, un hombre alcohólico que siempre entraba en casa malhumorado; un hombre maniático que se oponía a que tuviera juguetes; un hombre odioso que le había engendrado para convertirle en un monstruo.

Ensimismado en aquellos recuerdos que prefería borrar de su mente para siempre, algo le distrajo. Miró hacia arriba y se fijó en las aves que revoloteaban sobre el estanque. Por enésima vez deseó ser gaviota para alejarse de aquel mundo que cada minuto le agobiaba más. Luego bajó la cabeza y su mirada se posó sobre la del niño que estaba ante él tendiéndole la mano derecha. Sin dudarlo, le devolvió el gesto y una sensación de bienestar recorrió su interior hasta resucitarle la ternura que se le había muerto por falta de uso.

-Yo me llamo Mario, ¿y tú? -dijo el pequeño.

-Todos me llaman Tristón -respondió el hombre.


Luego, ambos se sentaron sobre el césped y Mario posó su cabeza sobre el pecho de Tristón quizás pretendiendo recibir cariño de una persona que jamás había conocido el amor, pero que al fin estaba experimentando la maravillosa sensación que le producía poder amar y sentirse amado.

Allí comenzó una de esas grandes historias de amor y ternura del mundo desconocido, pues, a pesar de la diferencia de edad, eran dos almas gemelas que buscaban lo mismo.

El parque, un lugar de recreo para los niños felices, para Mario representaba la tristeza y la soledad desde que sus padres lo habían abandonado allí esperando que alguien se hiciera cargo de él.

Tristón vio abierto el cielo al escuchar a Mario y, sin dudarlo, le invitó a su casa. Desde entonces, Tristón le dio la espalda a la tristeza para canjearla por una continua alegría, que le condujo por los senderos de la felicidad, aquella felicidad proveniente del alma que se dibujaba en su rostro.

Sus vecinos deseaban conocer el motivo de su transformación, pero no se atrevían a preguntarle. Él, en vez de guardarles rencor por la indiferencia que le habían demostrado durante tantos años, les sonreía amablemente.


Aquella apertura de espíritu, donde se vislumbraba la felicidad, le sirvió a Tristón para conectar con la gente que antes le había temido. Desde entonces, gracias a la alegría y al amor que fue repartiendo a su alrededor, el hombre motejado Tristón dejó de existir porque dentro de su alma había nacido una nueva persona llamada Juan Alegría.

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