Cambio de rumbo

Los chicos y las chicas se agruparon alrededor del padre Sebastián para ver las fotografías que había traído de Brasil. Niños descalzos y desharrapados poblaban aquellas láminas en blanco y negro.

Mirar a los niños de las fotografías era todo un poema, pero pretender contemplar el fondo de aquellas miradas, marcadas por el sufrimiento, se podía convertir en un calvario. A Soledad, una de aquellas jovencitas, le había llamado la atención un niño que tenía la piel quemada, como si se le fuese a caer a tiras.

-Padre, ¿qué le ha pasado a este niño? -preguntó compungida.

-Mira, su historia es una de tantas que ocurren cada día en países pobres. Cuando no son los padres quienes torturan -algunas veces hasta la muerte- a sus hijos, son los agentes de policía o las brigadas encargadas de liquidar a los niños de la calle, como se les conoce en Brasil.


El caso de Mario es sólo una barbaridad más de las que se cometen a diario en países donde intentar salir de la miseria es todo un reto. Los comerciantes con tal de conseguir mayores ganancias, gracias a los turistas, utilizan todas las artimañas a su alcance. Entre ellas está la de pagar a mercenarios que provienen de las capas sociales más desfavorecidas; a veces, son tanto o más pobres que sus víctimas. Como verás, hay intereses creados, así como mucha necesidad, que es la causante de impulsar a algunas personas a ir en contra de la ley y de la ética. Pero tú querías saber qué le ha pasado a Mario, ¿verdad?. Pues, sus padres -ambos alcohólicos- se ensañaban con él cada vez que descontrolaban sus impulsos. El niño creció conociendo sólo la barbarie: desde ver a sus padres pegándose y martirizándose, hasta convertirse él mismo en la víctima inocente de los bajos instintos -producidos por el alcohol y la insatisfacción- de sus progenitores, ya que cuando su padre y su madre estaban embriagados, que era casi a diario, descargaban sus tensiones apagando sus cigarrillos en el cuerpecito del niño y abusando sexualmente de él. Así se convirtió en carne de las salvajadas de sus padres. Pero Mario, debido al miedo infundido por ellos, estaba generando tal violencia, que un día, mientras dormían la borrachera, no se pudo contener y, sin inmutarse, prendió fuego a la chabola. El intentó salir por el único ventanuco que había en la estancia, pero le fallaron las piernas, quedando atrapado entre las cajas de desperdicios que estaban amontonadas debajo del mismo. Se salvó gracias a un sacerdote misionero que oyó los lamentos, y que se precipitó hacia el ventanuco de la chabola, logrando abrir un hueco en la pared por donde pudo sacar al niño. Sus padres estaban completamente carbonizados. Mario tenía entonces siete años, ahora tiene diez y las secuelas de un pasado atroz que difícilmente podrá olvidar.

-Verdaderamente es una historia escalofriante -dijo Soledad. Parece imposible que en el siglo XXI pueda existir tanta barbarie en el mundo.

-Pues esa es la realidad. Y esta es sólo una pequeña porción de los desastres y genocidios que se cometen en tantos lugares del mundo donde la miseria es la reina. Si es que te sientes sensibilizada hacia estos asuntos, te recomiendo que te pongas en contacto con asociaciones humanitarias de ayuda a los países del Sur, y comprobarás que el mundo que tú has conocido hasta ahora en nada se parece a ese otro que está abocado al sufrimiento y a la tragedia.

-¡Ay, padre!, me siento avergonzada. Yo hasta ahora no había pensado en esos niños que sufren las consecuencias de la miseria. Yo creía que la vida era estudiar y salir a divertirse, pero ahora veo que es mucho más, que si uno quiere hay mucho que hacer por los demás, empezando por los más necesitados.

-Jovencita, tendrás mucho que aprender antes de enfrentarte a la vida con todas sus consecuencias. Todavía no has visto el mundo más que por un pequeño agujero. De todos modos, si lo deseas, te puedo dar la dirección de algunas asociaciones donde encontrarás gente solidarizada con los países más pobres del planeta.

-Sí, padre, quizás me pueda interesar, aunque prefiero estar más segura.

-Es normal, tampoco has de pretender cambiar tu forma de pensar de la noche a la mañana, pues hay decisiones que necesitan ser tomadas tras una larga meditación. Así que, dale tiempo al tiempo.

El padre Sebastián continuó enseñando las fotografías al resto de los jóvenes que se agolpaban a su alrededor. Todos estaban atónitos mirando aquellos rostros que parecían sacados de una película de guerra. En el fondo, algo de eso había, ya que los niños de las fotografías eran las víctimas de la "guerra" que los países del Norte, con su desbordada ambición, le habían declarado a los países del Sur. Al acaparar la mayor parte de los bienes del planeta, los países del Norte, de alguna manera, estaban masacrando a sus vecinos de los países del Sur.

-Ya veis las consecuencias del egoísmo -dijo el padre Sebastián. Vosotros tal vez no seáis conscientes del genocidio, sin armas letales, que se está llevando a cabo con los habitantes de los países pobres, pero habéis de saber que, mientras no haya una solidaridad generalizada, todos seremos responsables de la miseria y abandono de esos países.

-Puede que tenga usted razón, aunque jamás se me hubiese ocurrido pensar en eso -dijo uno de los chicos.


-No es culpa vuestra que no se os ocurra pensar en las causas que provocan tanta pobreza y desigualdad en el mundo. No me extraña en absoluto que estéis tan desinformados, pues sólo hay que ver a la generación que os precedió, es decir, a vuestros padres, para darse cuenta de la ceguera que les envuelve. Ellos os han enseñado a vivir egoístamente, os han impulsado a derrochar el dinero en objetos, en ropas y en diversiones innecesarias. Y ellos, previamente, apenas sin darse cuenta, han sido manipulados por los inventores de la tan cacareada "sociedad del bienestar" -aclaró el padre Sebastián.

Tras ojear la última fotografía, otro joven, llamado Darío, se dirigió al padre Sebastián.

-¿Y qué podemos hacer nosotros por esos niños que se mueren a diario en tantos países pobres?

-Es difícil encontrar una explicación, aunque si las personas de países ricos renunciasen a adquirir mercancías innecesarias, estoy casi seguro de que sólo con ese dinero ya alcanzaría para subsanar una buena parte de la pobreza mundial. También se me ocurre que conociendo el problema de cerca, se ven mejor las necesidades, así como las soluciones.

-Padre, ¿entonces usted es partidario de que conozcamos en directo ese otro mundo? -dijo Darío.

-Pienso que sería importante que quienes jamás han pasado hambre, ni han tenido que luchar por sobrevivir, fueran a vivir una temporada a uno de esos países pobres. Seguro que volverían con un concepto de la vida más auténtico y solidario. Y os digo esto porque viviendo de espaldas a la pobreza y al sufrimiento resulta casi imposible concienciarse. En cambio, palpando dichas necesidades humanas, es como se aprende a luchar contra ellas.

-Ya, pero usted nos está pidiendo algo para lo que hay que estar preparados de antemano -replicó Darío.

-Me parece que me has entendido mal, porque yo no os he pedido nada; simplemente os estoy informando -comentó el padre Sebastián.

-Pues a mí me parece que podría ser una experiencia interesante y enriquecedora -dijo Soledad.

-Bueno, espero que meditéis sobre todo lo que hemos hablado, y si alguno de vosotros desea más información, podéis venir a verme, pues no regreso a Brasil hasta dentro de veinte días.

Una semana antes de irse el padre Sebastián, dos de aquellos jóvenes se presentaron en su despacho. Soledad y Darío habían estado hablando sobre el tema durante días y habían llegado a la conclusión de que podrían hacer algo por aquellos niños de las fotografías.

-Adelante -dijo con voz amable el padre Sebastián.

-Venimos a hablar con usted sobre los niños de Brasil. Hemos pensado que quizás podamos ser útiles allí -dijo Soledad.

-Sí, estamos dispuestos a darnos a cambio de que algunos niños crezcan en un ambiente diferente al habitual -corroboró Darío.

-Ya veo que tenéis interés, pero os advierto que la vida allí no va a ser fácil. Además, debéis de tener en cuenta que, aparte de las dificultades diarias (escasez de agua y alimentos, enfermedades contagiosas...), pueden surgir nuevos contratiempos, porque habéis de saber que la miseria cuando es total puede conducir al hombre a la rebelión.

-De todos modos, yo deseo ir -dijo segura de sí misma Soledad.

-Lo mismo digo -añadió Darío.

-Y vuestros padres, ¿qué opinan?

-Mis padres, aun no pensando como yo, han respetado en todo momento mi decisión -confesó Darío. 


-Y a mí no me ha resultado demasiado complicado hacerles ver que es mi vida y que merezco vivirla de la manera que yo considere más oportuna. Aunque al principio ambos intentaron quitarme de la cabeza la idea, cuando les dije que todo el materialismo que me había rodeado hasta entonces no era suficiente para hacerme feliz, comprendieron que el amor es mucho más que dar a los demás dinero u objetos. Luego les hice saber que me sentiría dichosa volcándome en los más necesitados y que esperaba que me respetasen. Tras oír mi deseo, cambiaron de actitud como por arte de magia. Fue ahí cuando me di cuenta del gran amor que me profesan -dijo emocionada Soledad.

-Vaya, no esperaba tanto de vosotros. Me tenéis que perdonar por haber pensado que la juventud estaba vacía. Con vuestro convencimiento, me habéis dado una gran lección -se sinceró el padre Sebastián.

Al día siguiente, el padre Sebastián contactó con una asociación que se dedicaba a impartir cursillos al voluntariado destinado a países del tercer mundo. Soledad y Darío se sumaron al grupo que partiría dos meses después para Brasil.

Antes de emprender viaje hacia Brasil, el padre Sebastián se encontró con los dos jóvenes para darles algunos consejos, así como las gracias por tener un corazón tan sublime.

-Estoy orgulloso de vosotros, pues habéis demostrado que servís para llevar calor humano y solidaridad a tantos niños necesitados de amor. Seguid así y, veréis como, aparte de hacer felices a los demás, os sentiréis profundamente dichosos. ¡Qué Dios os acompañe!. Ya nos veremos en Brasil -se despidió el padre Sebastián.

Darío y Soledad sólo tuvieron tiempo para darle un adiós al unísono, pues el sacerdote ya había dado media vuelta y caminaba en dirección contraria.

-Es un ser excepcional; tan grande y tan sencillo a la vez -comentó Soledad.

Los días fueron transcurriendo entre cursillos y chequeos médicos. Los dos jóvenes cada vez tenían más ganas de que se acercara el día de su marcha hacia Brasil. Deseaban poder repartir cuanto antes la riqueza que llevaban dentro de sí mismos.

Y como todo llega, por fin apareció ante sus ojos el día tan esperado. En el aeropuerto estaban todos sus amigos y familiares más cercanos. Tanto a Soledad como a Darío se les notaba la emoción en la mirada, que no era para menos, pues no se explicaban cómo había acudido tal cantidad de gente a despedirles. Aquello era demasiado. Jamás lo hubieran esperado. Las muestras de afecto se sucedían y las lágrimas corrían por las mejillas de casi todos los presentes. Pero ni siquiera eso hizo desistir a ninguno de los jóvenes. Estaban seguros de que su vida se debía a los más débiles.

Subieron al avión y, tras despegar, Soledad se quedó mirando por la ventanilla hacia abajo. Según iba ascendiendo el aparato, se fijó en que las personas cada vez se veían más pequeñas: eran como hormigas. Mientras pensaba en ello, se percató de que habían desaparecido por completo de su vista. Entonces descubrió la insignificancia de los seres humanos, pues fueran ricos o pobres, sólo representaban una mota de polvo dentro del universo.


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